La Vanguardia

Dé usted una vuelta al ruedo...

- Joaquín Luna

Si va usted un fin de semana a Madrid no haga lo que yo: presentars­e sin reserva hotelera. ¡Qué ocupación! ¡Qué precios! ¡Qué bulla de madrugada! Y todo para ver a un señor vestido de luces que puso Las Ventas boca abajo, hecho excepciona­l porque el público de Las Ventas es malhumorad­o y se amotina a las primeras de cambio.

A una autora le dan el premio Planeta y lo celebra con entrevista­s. Un futbolista marca un gol de chilena y el estadio corea su nombre. Una soprano borda cuatro arias y el respetable se pone en pie al final –el público que no tiene prisa por sacar el coche del parking, se entiende–, grita “¡bravo!” y aplaude hasta que las manos duelen.

Al torero, en cambio, le hacen dar una vuelta al ruedo, con lanzamient­o de objetos a sus pies. ¿Son obsequios? ¿Son cosas que le sobran al espectador y se desprende de ellas? ¿Son préstamos sin interés?

Dar la vuelta al ruedo es lo que hoy llamaríamo­s “una interacció­n entre el artista y su público”. ¡Menuda interacció­n! El sábado, Antonio Ferrera conquistó Madrid y con una oreja peluda

El público interactúa lanzando de todo al artista: un gallo vivo, espárragos, claveles y hasta un zapato

en la mano, dio una vuelta triunfal.

El maestro va por delante y sólo se agacha para recoger objetos dignos de doblar su espinazo mientras que la cuadrilla, a unos pasos, lo recoge todo y selecciona con ojo clínico: esto se lo doy al jefe, esto lo devuelvo al tendido o esto me lo quedo por no hacer un feo al espectador.

¿Y que lanzó el público? De todo. Un gallo vivo y pata negra –menudo marrón–, un manojo de espárragos gruesos, sombreros, algún habano, la bandera extremeña, claveles blancos –siempre el mismo rito: el torero los huele, devuelve la mirada a la espectador­a, besa la flor y si te he visto no me acuerdo– y hasta un zapato negro con cordones de caballero.

La mayoría de objetos son devueltos al tendido, donde un mecanismo solidario consigue que el anciano recupere el bastón; el patoso, su zapato negro, y las señoras, el fular de seda con el que el maestro se ha secado el sudor, un detalle considerad­o cortesía.

Yo sufrí mucho pensando qué haría el gran Ferrera con un gallo vivo al regresar al hotel, pero el animal cayó al suelo con tan mala fortuna que fue pisado en la cabeza por quienes llevaban a hombros el diestro y pasó a mejor vida frente a mi tendido, el 10, donde una placa justa recuerda a Joaquín Vidal, pluma cuyas crónicas trascendía­n, como aquella sobre la desgracia del Tato al ser arrollado por un toro avieso nada más saltar al ruedo.

Un chaval, de unos 14 años, se quedó mirando al difunto gallo. Yo creo que sólo había visto gallo en lonchas o bajo en calorías. Los allí presentes debieron de sacar la misma conclusión porque le animaron: “¡Llévatelo y que te lo haga tu madre en pepitoria!”.

Me quedé intranquil­o: ¿le caería la bronca al llegar a casa con un gallo recién inmolado? Me temo, como a mí con esta columna, que sí.

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