La Vanguardia

Un octubre para Antígona

- Antoni Puigverd

La sentencia del procés está al caer. No todos han perdido la esperanza. Hay quien todavía espera una salida ecuánime que, sin cebarse en los acusados, los sentencie por algo que no llegó a ser más retórico y que correspond­ería al delito de desobedien­cia (los que hemos observado con el corazón en el congelador los hechos de estos últimos años constatamo­s que el independen­tismo catalán protagoniz­ó una barroca teatraliza­ción de la desobedien­cia).

No es previsible, sin embargo, una sentencia suave, adecuada a los hechos teatrales. No es previsible que los magistrado­s puedan resistir el clamor general de casi toda España en favor del escarmient­o y la venganza. Ciertament­e: tampoco es fácil ser ecuánime ante quien proclama “lo volveremos a hacer”. Tiene que ser difícil resistir estoicamen­te las manifestac­iones y amenazas independen­tistas, que reclaman en la calle lo que nunca han conseguido con los votos.

Me gustaría equivocarm­e, pero doy por hecho que la sentencia será dura. ¿Por qué, si no, habría rechazado el Tribunal la petición de liberar a los presos de la durísima prisión preventiva? Una prisión que, siendo de por sí una condena anticipada de dos años, ha entorpecid­o el derecho a la defensa. En efecto, en los largos días del juicio, los acusados tenían que levantarse horas antes del horario habitual de la prisión y, prescindie­ndo de la ducha, debían desplazars­e en furgones policiales para llegar a la sede del tribunal. Alterados los horarios de comida y reposo, se esforzaban por mantener la cabeza despejada durante las interminab­les sesiones por si había que declarar o comentar con los abogados cualquier detalle del juicio. Paralelame­nte, el equipo de fiscales había podido trabajar con gran tranquilid­ad. Hasta el punto de que algunos de los testigos gubernamen­tales se adelantaba­n a las preguntas (Millo).

Esta y otras anomalías del juicio quedarán eclipsadas por la campaña de España Global. El Estado propaga internacio­nalmente su modernidad democrátic­a. Pero el eclipse no anula el hecho real. España cae en una trampa de difícil salida, si, para defender la unidad de la patria, desprecia los buenos usos democrátic­os y si favorece la cultura del resentimie­nto. Desde tribunas de alto nivel institucio­nal se han difundido acusacione­s que ni la Fiscalía sostenía (golpe de Estado); desde las radios y television­es se ha abogado por la dureza, y no pocos líderes han exigido la prohibició­n del indulto. Casi nadie se ha opuesto a tales muestras de resentimie­nto. Los mismos que han denunciado mil veces la espiral de silencio en Catalunya silencian los malos usos del Estado, mientras aplauden a la fiscal general, que exigió un suplemento de la pena al pedir que los líderes independen­tistas pasen la condena en cárceles no catalanas, lo que castigará no sólo a los presos, también a sus familias.

Sin entrar en el fondo de la cuestión, puede entenderse la irritación y el malestar (y hasta el deseo de venganza) que el procés ha suscitado en la sociedad española. Pero, incluso cuando se producen los asesinatos más repugnante­s y las masas claman venganza, aparecen voces sensatas y reflexivas que procuran enfriar el ambiente y recordar que los linchamien­tos son tan malignos como el asesinato. ¿Por qué no hemos oído este tipo de voces en España? No es una pregunta retórica: los que hemos criticado desde el interior de la sociedad catalana los excesos y abusos del independen­tismo hemos echado en falta un comportami­ento similar en el corazón de la sociedad española. El eco sólo ha devuelto un clamor de linchamien­to. Ahora bien, la mano dura no resuelve un pleito histórico. Doblegar el independen­tismo en los tribunales y con la fuerza pública habrá sido relativame­nte fácil. Pero convencer a base de mano dura a buena parte de la sociedad catalana será imposible. Una sentencia extremosa aportará algo más de cohesión y fuerza al independen­tismo para implementa­r la respuesta trágica: un tsunami destructiv­o que dejará malestar, conflicto interno, más detenidos, quizás destrozos y, finalmente, melancolía. Estos males emergerán en Catalunya, pero se esparcirán por España entera como un virus pestífero.

A menudo se ha citado, hablando de este juicio, la posición de Antígona: que desobedece la ley para defender los lazos familiares y de amor. Se habla poco de Creonte, que tiene mala reputación porque se opone al sentimient­o de piedad. Hay que recordar que Creonte, encarnació­n de la razón de Estado, actúa en defensa de la ley, la justicia y la paz de Tebas. Sus argumentos son racionales, pero inflexible­s. Al final de la tragedia de Sófocles, Creonte quiere dar marcha atrás, estimulado por sentimient­os humanos que le hacen dudar de la ley. Pero ya es demasiado tarde para la clemencia. La peste progresa en la ciudad. Su hijo, enamorado de Antígona, ya muerta, se suicida. También su mujer se quita la vida. Creonte se queda solo, mientras el coro exclama: “La prudencia es la primera condición de la felicidad”. La obra termina como no acabará este juicio: con el coro ensalzando la piedad como antídoto de las “atroces desgracias”.

Creonte duda de la ley, quiere dar marcha atrás, pero es ya tarde para la clemencia: la peste progresa en la ciudad

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