La Vanguardia

El gran teatro de la política

- Maricel Chavarría

La huida hacia delante del processism­e será de esos episodios de la política que se estudian en las universida­des. Había cero estrategia –se dirá en las aulas– combinada con un superávit de personalis­mos de tres al cuarto. Absorta en la creencia de que “tot va bé” y “no podran amb nosaltres”, la rebelde Catalunya se fue quedando en erial empresaria­l, explicarán. Y una vez amortizada la inercia de ciudad cosmopolit­a y mediterrán­ea, Barcelona cayó en una ralentizac­ión, reducida a campo de especulado­res, pisos turísticos y aceras resistente­s al trolley...

Cuando hace 25 años el Liceu fue pasto de las llamas, los políticos al frente de las administra­ciones públicas no dudaron en ponerse de acuerdo para salvar la institució­n: el buque insignia de la cultura catalana, etcétera y tal. Incluso empresas, mecenas y artistas participar­on con sentido de la responsabi­lidad. A nadie se le ocurrió argumentar que el coliseo no había salido tan mal parado y que si acaso se le podía dar una buena mano de pintura.

Ponerse de acuerdo para salvar Barcelona no despierta por ahora ni una décima parte de aquel interés Y de salvar Catalunya ya me olvido. Sobre todo después de la sentencia que están cocinando los magistrado­s del procés.

Esta semana el Gran Teatre ha sido escenario de encuentro entre fuerzas políticas que se sitúan a uno y otro lado de esa ley que dice garantizar la unidad del Estado. Y a pesar de la tensión que al inicio se intuía, el aire festivo reinó por fin en una inauguraci­ón de la temporada liceísta. El público invitado, auténtico protagonis­ta de la función, reaccionó a la ópera al unísono, exultante, empatizand­o con ese amor que descubre la inclemente princesa Turandot al final de la partitura de Puccini. Y abandonó la fiesta, el teatro y la Rambla como habiendo vivido una catarsis.

¿Nostalgia del pasado? Tal vez de un pasado sin conflicto en carne viva. O de un futuro en el que pudiéramos congratula­rnos de haber llegado a tiempo a un entendimie­nto. Algo así parecía posible el otro día en el teatro.

Sonará a cliché, pero el Liceu funciona como un espejo de la sociedad catalana. Y sus nuevos gestores han tomado nota de ello. Pasen, vean y creen un nuevo clima de diálogo, pasión y estrategia. Porque va a hacer falta.

Einstein decía aquello de que la inteligenc­ia es la habilidad de cambio permanente. Y eso no está para nada reñido con la pasión. Como dijo la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, hablando de los forofos de la ópera: “Yo estoy muy a favor de las pasiones”.

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