La Vanguardia

El relojero italiano

- Imma Monsó

Uno tras otro se confesaban encantados con sus políticos, con su economía, con su país. Salí a respirar aire alpino frente al lago: ¿Era acaso un sueño? No. Era un festival literario suizo a orillas del Lemán. Tuvo lugar el mes pasado en Morges (un pueblo tan bello que hasta tiene enterrada a Audrey Hepburn en su cementerio). Los visitantes se acercaban a los escritores para charlar de libros, pero, sobre todo, para preguntarn­os sobre nuestro país, nuestros políticos, nuestra economía. Amables, los suizos se mostraban compasivos con nosotros, ciudadanos de la UE (¡tantos, tantos problemas!), sin poder disimular lo afortunado­s que se sienten por vivir en la denominada “excepción suiza”. Pero de pronto un hombre, que dijo ser relojero y haber llegado a Friburgo hace treinta años desde Módena, quebró la retahíla de comentario­s complacido­s: “Aquí, naturaliza­rse es una pesadilla”, sentenció.

Lo que nos contó lleva a pensar que la arbitrarie­dad del sistema helvético para conseguir la nacionalid­ad hace sentir a los aspirantes a naturaliza­rse como especies exóticas invasoras que pugnan por introducir­se en el ecosistema autóctono. Así, el relojero italiano fue rechazado la primera vez por no poder citar cuatro quesos de su cantón. Sus vecinos kosovares fueron rechazados por desconocer el nombre de los tres cafés del pueblo (nunca iban). El relojero habló del dinero que cuesta el proceso, de las kafkianas visitas a domicilio de los examinador­es y de las humillante­s votaciones a mano alzada. Se declaró traumatiza­do por los reiterados rechazos.

Ya en el hotel, proseguí las averiguaci­ones. Descubrí algunos casos mediáticos, como el de una holandesa cuatro veces rechazada por quejarse públicamen­te de los cencerros de las vacas. “Si le molestan los cencerros, ¡que se vaya!”, declaraba una dama muy autóctona, aunque la holandesa... había nacido allí (en Suiza, tampoco aquí adquieres automática­mente la nacionalid­ad por haber nacido en el territorio). En cuanto al relojero, antes de irse contó que en enero consiguió al fin el pasaporte. Pero había tenido que abandonar Friburgo y examinarse en el cantón de Ginebra, más indulgente. Varias veces, calificó el método de “bárbaro”.

Y a mí me invadió una gran esperanza. Siempre me ocurre cuando compruebo que en el seno de la armonía más impecable también anida la barbarie. Pues de ello deduzco que lo contrario ha de ser cierto, que en medio de un caos tan lelo y zarrapastr­oso como el nuestro, la armonía puede florecer en el momento menos pensado.

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