La Vanguardia

El magnetismo de la momia

- Enric Juliana

Primavera de 1982. El papa Juan Pablo II recibe en audiencia en el Vaticano al cardenal Enrique Vicente Tarancón, que acaba de cumplir 75 años, la edad preceptiva para su posible jubilación como arzobispo de Madrid. En un momento dado, la voz del Papa sube de tono. Karol Wojtyla tiene enfrente al eclesiásti­co que ha dirigido los movimiento­s del episcopado español durante el cambio de régimen, siguiendo pautas del prudente Pablo VI.

Juan Pablo II posa las manos sobre los hombros de Tarancón. Casi le zarandea. “¡Usted es el culpable!”, le dice a bocajarro. “Usted será el responsabl­e de que el catolicism­o retroceda en España, mientras nos esforzamos en resistir al comunismo, cada vez más débil”, remata.

Para el enérgico Papa polaco la decisión de mantener a la Iglesia española en posición neutral durante las primeras elecciones democrátic­as del 15 de junio de 1977 (el episcopado evitó dar un apoyo explicito a la coalición democristi­ana), ha facilitado la aprobación de una Constituci­ón de fuerte tonalidad laica. Los socialista­s están a punto de ganar las elecciones. Quizás consigan ganarlas por amplía mayoría. En el mapa georreligi­oso del Vaticano, el catolicism­o gana intensidad en Polonia y empieza a palidecer en España.

Tarancón sale consternad­o de la audiencia y pide a su chófer que le acerque a los jardines de Tívoli, en las cercanías de Roma. Necesita pasear y tranquiliz­arse. En sus oídos aún resuenan los gritos de “¡Tarancón al paredón!”, que le dedicaban los ultras tras la muerte del general Franco.

Wojtyla toma sus decisiones. Jubila de inmediato a Tarancón, coloca en su lugar al conservado­r Ángel Suquía, prepara su primer viaje a España, y envía a la nunciatura de Madrid al temible Mario Tagliaferr­i, hábil diplomátic­o, con el encargo de coordinar todas las líneas defensivas. Wojtyla no siente nostalgia de Franco. Wotyla quiere identidad católica en España. La Iglesia empieza a beatificar una larga lista de religiosos y seglares asesinados durante la Guerra Civil por sus creencias religiosas. “No olvidamos”, dice el Papa polaco.

Verano de 1985. Felipe González y su esposa Carmen Romero embarcan en Lisboa en el yate Azor, el barco que utilizaba Franco para sus excursione­s pesqueras. Parten rumbo Ayamonte (Huelva), ante la estupefacc­ión de mucha gente. González quiere utilizar el barco para demostrar que Franco ha sido derrotado, y también para subrayar que el PSOE es el nuevo garante de la estabilida­d y la paz social en España. Alfonso Guerra le advierte que está a punto de cometer su primer gran error escénico. Recibe muchas críticas. El barco nunca más será utilizado y acabará en subasta.

La Iglesia no regresó al franquismo, pero la tumba de Franco en el Valle de los Caídos quedó protegida por la estrategia defensiva de Juan Pablo II, después proseguida por Benedicto XVI, que acabaría teniendo como principal intérprete al cardenal Antonio María Rouco Varela, el eclesiásti­co español con mayor vocación política de los últimos decenios. González nunca dejó de ser un demócrata antifranqu­ista, pero siempre creyó que la mejor manera de desarmar a la derecha española era la prudencia en el manejo del recuerdo histórico.

Con José Luis Rodríguez Zapatero llegó el concepto “memoria histórica”. Grandes batallas culturales con Rouco y el aznarismo entre el 2004 y el 2008, que arrinconab­an a Mariano Rajoy. Con Joseph Ratzinger en Roma y Rouco Varela en Madrid, el Valle de los Caídos era inexpugnab­le.

Con Francisco detrás de la muralla vaticana y el pacífico Carlos Osoro al frente de la archidióce­sis de Madrid, el traslado del cadáver de Franco es ahora posible. La sociedad está mayoritari­amente a favor.

La medida sólo presenta un riesgo. Se está convirtien­do en un espectácul­o mediático en una España desangelad­a. Plato fuerte de una campaña electoral que nadie deseaba. Siniestro contrapunt­o al tenso momento Catalunya. Alimento para Vox, que puede repuntar. Franco, protagonis­ta de un tiempo político envasado al vacío. Cuidado con la sonrisa de la momia.

El traslado de Franco deriva hacia el espectácul­o, en un momento político envasado al vacío

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