La Vanguardia

El lado cítrico de la espera

- Sergi Pàmies

Han llegado las primeras mandarinas de la temporada. Sé que teniendo en cuenta los biorritmos de la actualidad, hablar de mandarinas es pura frivolidad y despilfarr­o de un espacio de opinión publicada que merecería mejor suerte. Pero precisamen­te por la severidad del momento apetece aferrarse a certezas domésticas que no activen ni los resortes del odio ni el histrionis­mo de la épica. Hace unos años las primeras mandarinas solían ser ácidas y difíciles de pelar. Parecían diseñadas para impaciente­s, que matábamos la espera de la mandarina auténtica con sucedáneos. Hoy, en cambio, llegan mandarinas de todo tipo: de piel verde, reblandeci­das, con hoja (como recién caídas del mandarino) o, cual alternativ­a vintage a la oferta: pequeñas y duras de pelar. Tanto, que a veces necesitas un cuchillo para aplicar técnicas propias de pelar naranjas que, a escala más reducida, no acaban de funcionar.

De niño recuerdo que la llegada de las mandarinas era muy celebrada en mi casa. A mi hermano y a mí nos fascinaba un tubo de dentífrico con sabor a mandarina que mi padre había traído de una remota república del Pacto de Varsovia y que administrá­bamos en dosis conmemorat­ivas (Navidad, el aniversari­o de la revolución de octubre, etcétera, no fuera que se acabara...) A diferencia de lo que pasa ahora, entonces el olor a naranja, limón o mandarina se considerab­a agradable. Hoy, en cambio, observo que entre las nuevas generacion­es los olores cítricos se consideran ambientalm­ente agresivos o repugnante­s, no sé si porque el sentido del olfato se está sofistican­do o porque todo responde a una democratiz­ación del tiquismiqu­ismo. Tampoco sé si el concepto mandarines (que nunca tuvo equivalenc­ia femenina) sigue vigente; más bien sospecho que los resortes de influencia cultural o política sectaria responden a otros círculos concéntric­os de influencia, tan eficaces como arbitrario­s.

Total: que el otro día compré mi primer kilo de mandarinas de la temporada sabiendo que tendré que dosificar su consumo para no disparar el nivel de azúcar en sangre. Primera duda: ¿en la nevera o fuera? Depende. Si la mandarina pertenece a una familia de frutos densos y duros, con consistenc­ia de pelota de goma, le conviene unas dosis de calor como la que ha hecho estos días para ablandarse. Si, por el contrario, tiene la piel lo bastante gruesa para pelarse sin dificultad­es, pueden guardarse en la nevera sabiendo que si las dejamos allí demasiados días, se arrugarán y perderán su natural dulzura. Ah, y que nadie busque en este artículo ningún nivel metafórico conectado con la actualidad política. Es la consecuenc­ia literal de la pura desesperac­ión de unos días de espera (de la sentencia y las reacciones que provocará), quien sabe si el presagio de un tiempo en el que ya no será posible dedicar cinco o diez minutos a hablar de mandarinas.

Hace unos años, las primeras mandarinas solían ser ácidas y difíciles de pelar

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