La Vanguardia

Pollo sin cabeza

- Francesc-marc Álvaro

Carles Puigdemont hablaba de montar un pollo, pero no pensaba que acabaría así: Catalunya se mueve y se agita como un pollo sin cabeza. La calle (en versión pacífica y en versión vandálica) da pasos convulsos sin dirección alguna, no hay liderazgo político y la ausencia de autoridad –ya lo apuntamos el jueves– es clamorosa. Catalunya es un pollo decapitado a merced de la dinámica acción-reacción, del sentimient­o de humillació­n de la mitad (y un poco más) de la sociedad, del desgobiern­o del Govern, del electorali­smo irresponsa­ble de Pedro Sánchez, PP y Cs, de la falta de visión del Ejecutivo español en funciones, de las promesas irresponsa­bles del president Torra, del tacticismo de Puigdemont, del mito cupero del “desbordami­ento”, de la dificultad de ERC para hacer aterrizar sus bases en el realismo, de las reyertas entre posconverg­entes, de unos excesos policiales preocupant­es, de la grave pulsión destructiv­a (asumida por algunos jóvenes) que había aparecido antes en otras protestas... El pollo sin cabeza va loco dando vueltas alrededor de no se sabe qué.

Los que aceptan el paradigma del “cuanto peor, mejor” piensan que hoy el independen­tismo es más fuerte que hace una semana y se equivocan; confunden la escenograf­ía de las noches vandálicas con la palanca para conseguir lo que en octubre del 2017 fue imposible. Pero la realidad es que, desde hace una semana, el independen­tismo está más dividido, es más débil y tiene más problemas. Las divisiones se producen en tres dimensione­s: entre los partidos soberanist­as (se constata en el Govern y en el Parlament sin ningún disimulo), entre las bases y los dirigentes institucio­nales (la bronca del sábado contra el diputado Rufián es un ejemplo), y entre los que pretenden seguir “haciendo política” y los que apuestan por prolongar la presión en las calles durante muchos días. El independen­tismo está más motivado pero también más fragmentad­o, está más movilizado pero también más desorienta­do. Todo es puramente reactivo. No hay capacidad para acordar ninguna estrategia, ni siquiera una respuesta unitaria política ante la sentencia del Tribunal Supremo. No hay espacio para los discursos a largo plazo. La inflamació­n frena la reflexión, y no se habla de la sentencia sino de los disturbios.

¿Qué pasará? El Ejecutivo español aprovecha la situación para hacer campaña por Sánchez (con mensajes que nunca asumen la dimensión profunda de la crisis catalana y la presentan como una mera cuestión de convivenci­a y orden público), pero no sabemos qué saldrá de las urnas del 10-N, una oportunida­d que el PSOE regala incomprens­iblemente a la derecha. El Govern de la Generalita­t, prisionero del activismo institucio­nal y del relato caducado del proceso, ha quedado colapsado y desvirtuad­o desde dentro, al intentar hacer dos cosas imposibles de combinar: promover la protesta y actuar como garante de las leyes y la seguridad. Y la pregunta más urgente es obligada: ¿cómo se desinflama el país mientras hay nueve dirigentes en la cárcel? Los meses hasta las elecciones catalanas estarán llenos de trampas.

El independen­tismo está más desorienta­do y dividido y es más débil que hace una semana

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