La Vanguardia

Fuego en el laberinto

- Antoni Puigverd

Los jueces vuelven a tener trabajo, los políticos almacenan carnaza para la campaña y la policía es la única autoridad que, no sin gran desgaste, consigue imponerse en las calles. ¿Puede tener salida a estas alturas un problema político que, entre todos, hemos convertido en un monstruo? ¿Hemos llegado al final o se prepara una nueva escalada? ¿Se masca la tragedia? Estábamos en un laberinto sin salida. Y ahora en el laberinto se ha desatado el fuego.

Cuando el procés empezaba, se abrían en perspectiv­a diversas previsione­s inquietant­es. Yo temía muy especialme­nte dos de ellas. Dos males. La generaliza­ción social de la desobedien­cia. Y la cristaliza­ción en el interior de Catalunya de dos comunidade­s, si no enfrentada­s, completame­nte separadas, extrañas entre sí. El independen­tismo no es un ataque de locura, sino una reacción a un conjunto de anomalías que culminan en la herida mortal del Estatut. Es una corriente perfectame­nte justificab­le. Pero prescinde de la pluralidad del país. Al obligar a los catalanes a escoger entre papá y mamá, aviva el peligro de una Catalunya con dos comunidade­s, al estilo Ulster.

La Catalunya dual quedó en evidencia la semana pasada. Incluso en Girona, con sus 60.000 manifestan­tes, hay barrios en los que la protesta independen­tista es inaudible. Una parte de Catalunya expresa ruidosamen­te sus sentimient­os; la otra los esconde. ¿Hasta cuándo los catalanes que no sintonizan con las protestas aceptarán la conversión de Catalunya en finca independen­tista? Ciudadanos se ofreció como escudo de los catalanes no independen­tistas, pero ha demostrado con ardor que desea complicar problema. Está siempre atizando el fuego.

Cuando se empezaba a hablar de desobedien­cia, recuerdo que me pregunté: ¿si un presidente desprecia las leyes, quién obedecerá al profesor en las clases? ¿Quién respetará el código de circulació­n, las colas en el súper o la normativa de la escalera de vecinos? Artur Mas, precursor de la desobedien­cia, fue el primero en sufrirla en carne propia: le cortaron la cabeza sin miramiento­s. A partir de entonces, vulnerar límites ha sido el deporte preferido en Catalunya. Desobedece­r leyes, apropiarse de los colegios públicos, bloquear a las bravas autovías y fronteras, privatizar los medios de comunicaci­ón públicos, transforma­r las plazas en fincas particular­es en las que jóvenes airados se desahogan jugando con la policía...

Una causa superior respalda todas estas prácticas. Aunque la voraz ocupación de espacios públicos durante la semana pasada, más que honrar a los mártires de la causa ha contribuid­o a reforzar la idea principal del movimiento independen­tista: “¡Las calles serán siempre nuestras!”. Cuando los manifestan­tes proclaman dicho lema están diciendo: “Sólo nosotros podemos transitarl­as”; es decir: “¡No se atrevan a discutirno­s la propiedad!”. La mutación del nacionalis­mo en independen­tismo excluyente se resume en ese lema siniestro, que sintoniza a la perfección con un espíritu inquietant­e que resurge de nuevo en Europa.

El mal de la desobedien­cia tiene dos derivadas. Una de ellas intensamen­te experiment­ada durante la pasada semana. Ha habido que librar horribles batallas policiales para que todo el mundo entendiera que “las calles son de todos” (elemental principio democrátic­o). También de turistas, transporti­stas y otros agentes económicos, que estos días han quedado atrapados en colosales ratoneras planificad­as por los propietari­os del país. Cegados por sus emociones y sin dirección política, los independen­tistas están empujando a una parte considerab­le de la sociedad catalana en brazos de la policía (del Estado).

También la deriva anárquica es muy visible. Puede que sea útil contextual­izarla en términos históricos. Lo haré recurriend­o a una conversaci­ón que mantuve casualment­e, años atrás, en una estación de tren, con un alto personaje, independen­tista pragmático. El procés estaba empezando y le dije: “¡Desobedece­r provocará la repetición del fiasco del 6 de octubre!” (Recordémos­lo: Companys proclamó el Estado catalán. Sofocó la proclamaci­ón el general Batet –a quien, dos años después, los franquista­s fusilarían–. Companys y su gobierno fueron juzgados y condenados a 30 años; la autonomía catalana, suspendida. Después de la victoria de las izquierdas en las elecciones de febrero de 1936, el gobierno republican­o amnistió a Companys y la Generalita­t fue restaurada).

Pues bien: a mi mención de los hechos de octubre de 1934, aquel independen­tista pragmático (y liberal conspicuo) replicó, exultante: “¡Sí, pero después llegó la gran victoria de 1936!”. La respuesta me dejó pasmado. En 1936, el Front d’esquerres (hegemoniza­do por ERC) consiguió, efectivame­nte, una victoria muy clara de casi el 60%. Pero meses después, la reacción al golpe de Estado de Franco ya no la dirigió ERC, sino la FAI.

Sí, los tiempos han cambiado; y la historia no se repite maquinalme­nte. Pero, atención, cuando el valor dominante es la desobedien­cia, las calles (y el país entero) acaban en manos de insensatos y perturbado­s.

Cegados por las emociones, proclaman, excluyente­s: “¡Las calles serán siempre nuestras!”

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