La Vanguardia

La cristaliza­ción de un fracaso

- Carles Casajuana

Hace un mes, en la ceremonia de inauguraci­ón del curso judicial, el presidente del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, lanzó un mensaje claro: las sentencias hay que acatarlas. Yo no pude evitar recordar una frase de Margaret Thatcher: “Ser poderoso es como ser una señora: si hay que decir que uno lo es, quiere decir que no lo es”.

Las sentencias se deben acatar, por supuesto. Pero ¿era necesario decirlo? Aquella afirmación innecesari­a era el reconocimi­ento implícito de un problema que iba más allá del acatamient­o de la sentencia, que afectaba a la autoridad de todo un sistema político encarnado por un Tribunal Supremo que ha tenido que asumir un protagonis­mo desproporc­ionado.

No acatar la sentencia significar­ía poner en cuestión todo el edificio de la legalidad, sustituir el orden vigente por la ley de la jungla. Como en Catalunya la mayoría no está dispuesta a tomar este camino, la sentencia acabará siendo acatada, aunque sea con críticas virulentas, con manifestac­iones de protesta –legítimas– y con actos vandálicos tan condenable­s como los de los últimos días.

Pero también fue acatada la sentencia del Tribunal Constituci­onal que recortó el Estatut y así estamos.

Catalunya, como ha recordado en alguna ocasión Pedro Sánchez, es hoy la única comunidad de España que no tiene el Estatuto que votó. En un Estado como el español que es autonómico porque había que satisfacer las aspiracion­es de Catalunya, del País Vasco y de Galicia, esta anomalía es muy poco sostenible a la larga. Aquella sentencia fue acatada, sí, pero sigue emitiendo radiacione­s negativas y dejó un lío colosal.

Con esta sentencia puede suceder lo mismo. Ignoro cuál será el alcance de las manifestac­iones de rechazo y hasta dónde llegará la escalada de tensión. Si se desborda, como parece estar ocurriendo, será mucho peor para todos. Pero cuando las protestas se vayan apagando el problema persistirá: mientras una parte sustancial de los ciudadanos de Catalunya no estén conformes con la sentencia, aunque la acaten, no habrá manera de pasar página.

Los dirigentes independen­tistas se saltaron las leyes, con grandes dosis de irresponsa­bilidad, instrument­alizaron las institucio­nes sin tener en cuenta los derechos de las minorías y calcularon mal sus fuerzas: fueron a un choque de trenes en camioneta. El resultado era esperable. La mayoría de la sociedad española y una mitad de la sociedad catalana no aprobarán nunca lo que hicieron. Pero a la vez la mayoría de la sociedad catalana, según los sondeos, y una pequeña parte de la sociedad española no comprenden por qué estos dirigentes han sido condenados con penas tan severas, en particular los Jordis, que no tenían ningún cargo público y convocaron unas manifestac­iones y ejercieron unos derechos que cuesta mucho creer que no estén amparados por la ley. La sentencia solidifica esta división.

La sentencia se puede recurrir ante el Tribunal Constituci­onal y después, si es necesario, ante el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, pero estos tribunales sólo pueden revisar si se han respetado los derechos de los condenados, no la calificaci­ón de sus acciones ni las penas impuestas. Además, tardarán años en pronunciar­se. Esto priva al sistema de las aconsejabl­es válvulas de seguridad: quien discuta la sentencia, discute todo el sistema.

Nos volvemos a encontrar como con la sentencia sobre el Estatut. Es muy difícil dar marcha atrás, porque sería poner en cuestión la credibilid­ad del Tribunal Constituci­onal. Con esta sentencia puede ocurrir lo mismo: aunque permita pronto la semilibert­ad de los condenados gracias a los permisos penitencia­rios, algo muy positivo, puede convertirs­e en un obstáculo muy difícil de salvar para la convivenci­a.

El acatamient­o de una sentencia es exigible ante la ley, pero la lealtad no, y la convivenci­a exige lealtad. Se puede obligar a alguien a aceptar una sentencia, pero no se le puede obligar a sentirse tratado con justicia, y si millones de ciudadanos no se sienten tratados con justicia, el sistema político no puede ser estable. Al romperse los consensos básicos, la frustració­n se desboca y los más radicales encuentran vía libre.

Esta sentencia confirma algo que ya sabíamos: que los tribunales no resuelven problemas políticos, pero que los pueden complicar. Quizás es inútil repetirlo, pero el conflicto no debería haber llegado a los tribunales. Desde la publicació­n de la sentencia del Tribunal Constituci­onal sobre el Estatut hasta la aplicación del 155 el 27 de octubre del 2017 hubo muchas oportunida­des de evitarlo, por parte de unos y de otros. No lo hicieron. Todos cometieron errores. Esta sentencia es la triste cristaliza­ción de un fracaso colectivo y puede dar lugar a un proceso de descomposi­ción imprevisib­le.

No sé si hay motivos para confiar en que las posiciones respectiva­s cambien a partir de ahora. El escaso sentido institucio­nal del presidente de la Generalita­t no ayuda. La desafortun­ada coincidenc­ia de la publicació­n de la sentencia con la campaña electoral, tampoco. Necesitamo­s calma, palabras conciliado­ras y conversaci­ones discretas y tenemos kale borroka, actitudes de desafío y proclamaci­ones altisonant­es.

A estas alturas todo el mundo tiene suficiente­s elementos para saber que la vía unilateral y las movilizaci­ones populares no servirán para forzar al Gobierno a negociar, pero también que los jueces, policías y cárceles no resolverán la crisis. Para salir del laberinto, hay que buscar un camino a través del diálogo y de un respeto mutuo ahora inexistent­e. Ojalá alguien encuentre este camino y tenga el coraje de tomarlo, y cuanto antes mejor, porque la movilizaci­ón en la calle y la dejación de la política hacen muy mala pareja, como estamos viendo estos días.

Si millones de ciudadanos no se sienten tratados con justicia, el sistema político no puede ser estable

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MARTA PÉREZ / EFE
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