Las comparaciones más odiosas
Hoy, la gravedad de los hechos del 20 de septiembre del 2017 palidece como el erotismo de un cuplé ante Youporn
Hoy se cumple una semana desde que conocimos la sentencia. No han sido ocho días fáciles para nadie. Hemos visto destrozos de mobiliario urbano, hogueras de San Juan en pleno octubre, cócteles molotov, huelga general, carreteras cortadas, carreras de encapuchados, estopa policial por doquier más allá de los protocolos, pelotas de goma y/o de foam causando graves lesiones oculares y testiculares, hematomas como tatuajes, vías de tren quemadas, atropellos aterradores por parte de furgonetas policiales, palizas con bastones y patadas de la jauría fascista, lanzamiento de objetos contundentes, periodistas agredidos tanto por manifestantes como por la policía, imágenes de uniformados pirómanos que lanzan cosas al fuego, uniformados que se dan la mano con neonazis, banderas en vehículos policiales, un exdirector de la Institució de les Lletres Catalanes vapuleado por un mosso nervioso en el aeropuerto, golpes de porra a la cabeza o lanzamientos de artefactos pirotécnicos en dirección al helicóptero policial, vero símbolo de tortura psicológica con su tierno metrónomo helicoidal que nos ameniza las horas, tra tra. Hemos visto violencia, en definitiva. También muchas otras cosas inéditas, mayoritariamente gente pacífica ejerciendo todo tipo de protestas contra la sentencia en la clásica tradición imaginativa del independentismo catalán: columnas de caminantes atravesando el país, serpentinas higiénicas de papel de váter, pelotas blandas para practicar deporte en la calle vestidos con chándal, idas masivas al aeropuerto a ver cómo los aviones no se elevaban... Esto no es Hong Kong, y el independentismo no ha provocado, aún, ni la mitad de destrozos que los chalecos amarillos franceses, pero se acabaron las performances y llega el conflicto.
Todos estos hechos, más allá de la calificación que merecen, tienen un efecto devastador sobre la credibilidad de la sentencia que los provoca. Esta semana se hundió el relato tejido por los redactores de la novela de fantasía judicial española que vomita cien años de condena. Los pálidos reflejos de la Rosa de Foc que vive Barcelona iluminan aún más el pacifismo inequívoco de los siete hombres y dos mujeres que han sido condenados por el Tribunal Supremo a penas que suman un siglo de escarmiento. Al lado de cualquiera de las protestas nocturnas de estos últimos días, la gravedad de los hechos del 20 de septiembre del 2017 palidece como el erotismo de un cuplé ante Youporn. Resulta flagrante comparar cualquiera de los hechos violentos de esta semana con las miradas de odio, la trampa del Fairy, los correos de un tal Sabi Strubell, las murallas humanas, los jeeps de la Guardia Civil, el clima insurreccional y tantas ignominiosas declaraciones calcadas de uniformados que escuchamos durante el juicio. Jordi Cuixart y Jordi Sànchez son dos líderes sociales que tenían capacidad de convocatoria y de desconvocatoria. La democracia española que les ha castigado con nueve años de cárcel ya no tiene ni una cosa ni la otra.