Rebelión en la granja para salvar el planeta
Jonathan Safran Foer aborda en ‘Podemos salvar el mundo antes de cenar’ un elemento clave de la crisis climática: la ganadería industrial
Vivir en nuestra época es un lujo que ya no podemos permitirnos”, escribe el novelista estadounidense Jonathan Safran Foer en su último libro, titulado muy gráficamente Podemos salvar el mundo antes de cenar (Seix Barral en castellano y Ara Llibres en catalán). Y lo que el autor de Todo está iluminado cree que ya no podemos permitirnos es un modo de vida que ha provocado una crisis climática cuyos efectos en cualquier caso serán nefastos... pero aún más si no hacemos nada. “Sabemos que la guerra es grande, pero no nos sentimos inmersos en ella”, reconoce. “La crisis del clima es una crisis de fe”, añade. Esto es: el cambio climático no ha conseguido aún transformarnos y, advierte, necesitamos fábulas, buenos relatos, el poder de la narrativa para sentir de verdad lo que está en juego. Y algo de eso hay en su nuevo libro, que comienza recordando la Guerra Mundial en Estados Unidos, con el apagar las luces de las ciudades, incluso en las que no hacía falta para evitar que los submarinos alemanes destruyeran barcos que salían del puerto, y con el racionamiento de carne, sólo un kilo por semana: la victoria dependía de la acción colectiva y del impacto psicológico. Y la salud mejoró.
Hay historias en el libro, pero por supuesto también muchos datos avasallantes –como que hoy hay 23.000 millones de gallinas en el mundo, como que el metano de las vacas tiene hasta 86 veces más potencial de retener calor que el CO2 o como que el 59% de la tierra cultivable es para pastos, tierra obtenida de deforestar, por ejemplo, la Amazonia– para denunciar que hemos convertido el planeta en una inmensa granja de ganado y que debemos disminuir el consumo de carne. Por ejemplo, no tomándola hasta la cena.
Safran Foer, que ya había escrito un alegato contra los horrores de la producción masiva de carne en Comer animales (Seix Barral), no recuerda cómo comenzó el impulso de este nuevo ensayo, pero lo compara a cuando está en casa intentando arreglar papeles y con sus hijos haciendo ruido: “Mientras juegan todo está bien, si discuten puedo seguir trabajando, pero llega un momento en que rompen algo y ya no puedo ignorarlos y digo ¡basta! Aquí también tuve un momento de ¡basta!, sólo que aquí soy a la vez el adulto y el niño que se tiene que decir y escuchar las cosas que sabe y que ya hacen intolerable continuar como estamos”, explica en Barcelona.
Así que pensó en actuar. En escribir. Primero, dice, reflexionando sobre por qué era tan capaz de ignorar lo que sucedía. En el libro incluso mantiene en uno de los capítulos un diálogo consigo mismo. Pero sobre todo repasa la situación que vivimos: “El cambio climático al final es una cuestión de recursos y la agricultura animal es la mayor sangría para nuestros recursos. Cuando pensamos en el cambio climático mucha gente imagina dos grandes chimeneas lanzando humo a la atmósfera, y hasta cierto grado es verdad, y hay que cambiar cómo producimos, pero hay otro problema igualmente verdad, aún más verdad, y es que no resolveremos la crisis sin cambiar nuestras granjas. El IPCC de la ONU en su último informe dice que no hay esperanza de alcanzar los objetivos de París a menos que resolvamos el problema de la agricultura animal, cómo criamos los animales, por qué tantos, y habla de la necesidad de comer menos carne”.
Reconoce que “a mucha gente le gusta la idea de los granjeros, a mí me gusta. Una persona, pastos, animales caminando alrededor, bien tratados. El problema es que casi no quedan granjeros. Para la cría industrial en masa el objetivo es eliminar granjeros. Y la naturaleza. El 99,9% de animales que comemos en EE.UU. provienen de grandes granjas industriales, en Europa el 90%. Y si el español medio caminara por una, que no suele poder porque suelen ser muy secretas, diría que no es lo que quiere”.
En ese sentido recuerda que “la cría animal tradicional, cuando no éramos tantos miles de millones, era una buena manera de producir comida para los animales y el medioambiente, pero hoy no es eficiente sino destructiva, se necesita poner en un animal entre 6 y 26 calorías para obtener una. Para alimentar el mundo necesitamos un cambio. Además la carne es artificialmente barata, hay enormes subsidios a la agricultura animal, con quitarlos y forzar a limpiar lo que causan sería más cara, como lo era en otros tiempos, y más apreciada”.
Así las cosas, señala, “la gente que vive en Europa o EE.UU. debe comer el 90% menos de carne y el 60% menos de lácteos para evitar cambios climáticos irreversibles”. “El porcentaje intimida”, asiente, y propone una regla práctica: no comer productos de origen animal antes de la cena, “un ajuste posible”.
La cuestión, dice, es que “resolveremos el problema del cambio climático, pero dudo que lo hagamos a tiempo, y es una bomba de tiempo. Si no se para se desatarán efectos de retroalimentación que no podremos deshacer. Tenemos que ser la generación que lo resuelva. Y para eso tenemos que cambiar nuestras expectativas. Ya no vale eso de lo quiero, lo tengo. Quiero esta fruta hoy y ya me la traerán del otro lado del mundo. La ética de “más es mejor” debe morir, y venir otra más modesta y consciente, incluida la memoria de nuestras obligaciones con los demás. Por suerte, las cosas comienzan a cambiar rápidamente en la opinión pública. Los niños que crecieron cuando empezamos a hablar de cambio climático empiezan a ser periodistas, políticos, empresarios. Creo que el mundo va a cambiar tremendamente rápido. En diez años la mitad de los americanos no serán vegetarianos, pero quizá la mitad de las comidas sí”.
“En diez años la mitad de los americanos no serán vegetarianos, pero quizá la mitad de las comidas sí”