La Vanguardia

La república bávara de los idealistas

Un libro relata cómo un grupo de escritores lideró tras la Gran Guerra una revolución en Munich que no prosperó

- MARÍA-PAZ LÓPEZ Berlín. Correspons­al

En la Alemania derrotada tras la Gran Guerra, en noviembre de 1918 a la abdicación del káiser Guillermo II siguió la proclamaci­ón de la república y un periodo revolucion­ario. En ese momento de convulsión, un puñado de escritores se hizo de modo rocamboles­co con el poder en Baviera, derrocó al rey Luis III, y fundó una república utópica –en realidad fueron dos–, que predicaba pacifismo y justicia social, y que fue arrollada.

El libro La república de los soñadores (Arpa Ed.), relata esa vorágine. Su autor, Volker Weidermann, redactor jefe de Cultura de la revista Der Spiegel, reconstruy­e la ilusión y el desastre en modalidad de reportaje, a través de cartas, diarios, informes, artículos en prensa, ... casi todos ellos producidos por escritores que protagoniz­aron los hechos o los vivieron en directo en Munich.

“Existe la creencia de que la literatura no está engarzada en el mundo, de que no entra en acción; pero no es cierto, la literatura siempre participa en la realidad”, dice Weidermann, de 49 años, señalando los estantes con libros de ese periodo en su despacho de la redacción berlinesa de Der Spiegel. La política en Munich en 1918-1919 se practicaba a ramalazos, siempre en cervecería­s, de modo coral. “Tras la guerra, y pese a estar moralmente golpeados, ellos se sienten con fuerzas para intentar una utopía; se trata de la fantasía como ideología, convencido­s de que el pueblo les seguirá –argumenta Weidermann–. No tenían modelos, improvisab­an; para mí era importante describirl­o desde el principio no como un fracaso, sino como una oportunida­d”.

Su primer presidente, Kurt Eisner, fue un escritor berlinés judío, pacifista e internacio­nalista. El 25 de noviembre de 1918, Eisner acudió a Berlín a la conferenci­a de los presidente­s regionales (la nueva república bávara no era en modo alguno secesionis­ta, algo impensable en su lógica de izquierdas), para promover que Alemania se declarara culpable de la guerra en busca de un trato menos severo por parte de los vencedores. Sin éxito: el Partido Socialdemó­crata (SPD) gobernante no le hizo caso. Además, el comunista Karl Liebknecht le despachó diciendo que el nuevo régimen bávaro –alcanzado sin una gota de sangre, como Eisner esgrimía orgulloso– no era lo bastante radical; para construir el socialismo, había que derribar antes todo el sistema capitalist­a. Poco después, en enero de 1919, Liebknecht sería asesinado junto su correligio­naria Rosa Luxemburg por los Freikorps (restos del ejército imperial, hombres de extrema derecha que conservaba­n armas y uniformes); y en febrero el propio Eisner caería asesinado por un fanático ultranacio­nalista.

Baviera prueba entonces otra cosa: una república soviética, concebida el 6 de abril en el dormitorio de la reina huida. Los dirigentes del artefacto, que no duró ni una semana y en el que los comunistas no quisieron participar –su líder en Munich, Eugen Leviné, insistía en que no podía haber revolución sin violencia–, eran intelectua­les pacifistas y anarquista­s, pero no lograron evitar varias muertes. Ellos mismos (Ernst Toller, Gustav Landauer, Erich Mühsam) acabarían ejecutados o en prisión. También sería luego ejecutado el comunista Leviné, que lideró esa república unos días más,

“Intentaron una utopía, convencido­s de que el pueblo les seguiría”, dice el autor, Volker Weidermann

con mucha población cada vez más harta y necesitada de culpables .El2 de mayo, el ejército y los Freikorps enviados por el SPD llegaron a Munich y liquidaron la revolución. Como en otros lugares de Alemania, la represión fue terrible (cientos de muertos), pero lo que la historiogr­afía conoce como república de Weimar edificó así el nuevo orden.

En La república de los soñadores aparecen escritores que, sin participar, comentaron la revolución en sus escritos, como Rainer Maria Rilke o Hermann Hesse. Destaca el caso de Thomas Mann, residente en Munich, que temía por su holgada vida burguesa. “A muchos sorprende el antisemiti­smo de Mann –dice Weidermann–. Hablaba de judíos miserables, y eso que él debía su posición económica a la riqueza de su suegra judía”. La mayoría de protagonis­tas de la revolución eran judíos, y los nazis tomaron nota.

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ULLSTEIN BILD DTL. / GETTY Thomas Mann (que no se implicó en la revolución de 1918-1919) en su casa de Munich en los años treinta
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ULLSTEIN BILD DTL. / GETTY Soldados celebrando la república bávara en noviembre de 1918

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