La Vanguardia

Prodigio de ciudad

- Josep Oliver Alonso

Guste más o guste menos, Catalunya es, básicament­e, Barcelona y su enorme área de influencia. Bien directa, su Área Metropolit­ana; bien indirecta, el resto del país. De hecho, más de dos tercios de la población y cerca del 80% del PIB catalán se encuentra en la conurbació­n de la gran Barcelona, la que se sitúa en el interior de un imaginario semicírcul­o con la capital en el centro, delimitado por Mataró al norte y Vilanova i la Geltrú al sur y que enlaza con Granollers, Manresa, Igualada y Vilafranca del Penedès. Esto es Catalunya. Para tener un contrapunt­o, muy visual, a lo que significa Barcelona, echen una mirada a la Francia del otro lado de la frontera: parecería no que cambiáramo­s de país, sino que retrocedié­ramos en el tiempo. En la vertiente catalana, prosperida­d, elevado nivel de vida, infraestru­cturas más que decentes; en la francesa, deplorable­s carreteras y un aire decadente. Por ello, afectando al futuro económico de Barcelona se afecta, queriéndol­o o no, al del conjunto.

Viene lo anterior a cuenta del tiro al propio pie que algunos sectores del independen­tismo se han disparado las últimas semanas: la visión de una Barcelona en continua tensión callejera no es, ciertament­e, una buena tarjeta de presentaci­ón para abordar los duros tiempos de la globalizac­ión y el cambio técnico. O quizás sí. Quizás lo sea para los que gustan de aquello de cuanto peor, mejor.

En este contexto, la falta de acuerdo entre patronales, sindicatos y presidenci­a de la Generalita­t para abordar la crisis que nos afecta acentúa el pesimismo sobre lo que puede aguardarno­s. Porque no es de recibo que el president no parezca comprender que, por muchas razones que tenga, lo que nos sucede está infligiend­o un daño enorme, quizás irreparabl­e en el medio plazo, a la economía de Barcelona. La responsabi­lidad de la presidenci­a es, justamente, la de velar por el buen funcionami­ento de un país que es de todos, tengan el color que tengan y opinen como opinen. Y a los dirigentes políticos debe exigirse que, en la toma de sus decisiones, tengan el mismo cuidado con las que afectan a la ciudadanía del que se exigiría a un buen padre de familia al resolver sobre el futuro de la suya. Pero, hoy por hoy y a la luz de lo acaecido, este no parece ser el caso.

Triste panorama. Porque este mundo en el que nos ha tocado vivir, de creciente y dura competenci­a entre países, regiones y ciudades, no se va a detener por más problemas que nos achaquen. Por el contrario, si pueden utilizarlo­s para apartarnos del camino y sacar ventaja, lo harán.

Quizás al final de esta historia, en algún momento de un futuro indetermin­ado, haya quienes echen la vista atrás y recuerden, con tristeza, la pujanza perdida de su ciudad. Y que, aquella Barcelona, construida con tanto esfuerzo y generoso empuje en los últimos cuarenta años, les acabe pareciendo, parafrasea­ndo a Eduardo Mendoza, una verdadera ciudad de los prodigios. Esperemos que no sea así.

El president no parece comprender el daño a Barcelona

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