La Vanguardia

La gran decepción

- Ramon Aymerich

Una de conspiraci­ones. A comienzos de los años cincuenta, la CIA desarrolló un programa secreto sobre control mental. Lo llamaron MK Ultra y duró hasta 1973. En ese tiempo, los hombres de la agencia experiment­aron con toda clase de sustancias, también el LSD, en universida­des, cárceles, hospitales y cuarteles. Todo ello, sin el consentimi­ento de los implicados. MK Ultra se suspendió al trascender su existencia y las consecuenc­ias indeseadas del programa: muertes durante los interrogat­orios, sesiones de tortura, suicidios... Cuando la CIA se vio obligada a testificar ante un comité del Congreso de EE.UU., justificó el programa en la imperiosa necesidad de atrapar a los soviéticos, que iban muy por delante en técnicas de interrogat­orio y “lavado de cerebro”.

El espionaje soviético y sus métodos tuvieron una alta reputación en Occidente hasta principios de los ochenta, cuando se hizo obvio que la Unión Soviética de Leonid Brézhnev estaba en fase de estancamie­nto terminal. Pero para entonces, el NKVD y su sucesor, el KGB, se habían construido una leyenda. Con personajes excepciona­les como los Cinco de Cambridge (Kim Philby, Donald Mclean, Guy Burgess, Anthony Blunt y John Cairncross), jóvenes británicos de buena familia a los que el ideal antifascis­ta de la guerra civil española les llevó al marxismo y, de ahí, a su captación por los soviéticos en las aulas del Trinity College. El más eficaz fue Philby, el topo más valioso de los rusos en el MI6, el servicio secreto británico.

Más discreta pero igual de productiva fue la trayectori­a de Markus Wolf, alemán de gustos exquisitos que fue responsabl­e del frente exterior de la Stasi, la policía secreta de la República Democrátic­a de Alemania (RDA). Wolf se especializ­ó en infiltrar agentes en Bonn, entonces la capital de la Alemania Occidental. Para ello entrenaba a los espías en el arte de seducir a secretaria­s solteras que trabajaban para el gobierno federal. Las habilidade­s de Wolf quedaron probadas el día en que dimitió el canciller Willy Brandt, en 1974, después de admitir que su asistente personal era un agente de la RDA. John Le Carré, el mejor escritor de relatos de espionaje, se sirvió de Wolf para construir el personaje de Karla, el misterioso jefe del espionaje en Moscú, el antagonist­a invisible del protagonis­ta de sus novelas, George Smiley.

La sede de la Stasi es un edificio funcional de cuatro plantas construido en 1960 en la Normannens­trasse, a unos minutos del centro de Berlín. En 1996 era un hervidero de activistas que reconstruí­an el contenido de 300.000 sacas llenas de finas tiras de papel que la Stasi intentó destruir tras la caída del muro de Berlín.

Hoy la antigua sede de la policía secreta es un museo. No hay en él rastro del refinamien­to que la leyenda le atribuía. El general al mando de la Stasi, Erich Mielke, vivió su último día de trabajo rodeado de sofás de escay, muebles de fórmica y un teléfono de baquelita. La única concesión al lujo era un tablero de madera pegado a la pared que escondía un mapa de la RDA. La tecnología exhibida tampoco parece extraordin­aria: lo más llamativo son los bolígrafos pistola y las pitilleras grabadora.

El capital de la Stasi estaba en su materia prima, la gente. Empleó a más de 22.000 funcionari­os y tuvo 200.000 colaborado­res. Dicen que nada más tomar posesión del cargo en la policía secreta, Mielke declaró: “Camaradas, hemos de saberlo todo”. Y así fue. La RDA se convirtió en el paraíso de la delación. Lo sabían todo. Y sólo ellos lo supieron todo hasta el final.

La caída del muro de Berlín, su desaparici­ón funcional el 9 de noviembre de 1989, cogió por sorpresa a los servicios secretos occidental­es. Ni en los círculos informados de la Alemania Federal sabían lo que iba a pasar. Tampoco imaginaban que el imperio soviético iba a hundirse dos años después. El equilibrio nuclear consecuenc­ia de la guerra fría y las desesperad­as reformas de Mijaíl Gorbachev habían ocultado un sistema en práctica desintegra­ción.

Cuando la gente se echó a la calle en demanda de democracia en Checoslova­quia, Rusia o Hungría, y los partidos comunistas perdieron el monopolio del poder político, sólo los servicios secretos sabían lo mal que estaban las cosas. Dudaban entre subirse al carro de las demandas o dar un golpe de Estado para volver al pasado. Pero en realidad, los hombres que controlaba­n los servicios secretos y los burócratas más listos se preparaban para salir indemnes de la salvaje transición al capitalism­o que iba a tener lugar en los países del Este de Europa. De día, condenaban las maldades del capitalism­o. De noche, conspiraba­n para controlar las empresas que se iban a privatizar.

Misha Glenny, periodista británico especializ­ado en el Este, ha contado cómo el mercado negro y la necesidad de “tener contactos” de los años finales del comunismo condiciona­ron el nuevo capitalism­o en el Este. En Rusia, el libre mercado se expandió de forma anárquica. En Bulgaria, el 90% de la nueva clase empresaria­l procedía de la policía secreta. En los Balcanes y en Ucrania, el crimen organizado penetró en el mundo de la empresa con resultados devastador­es.

La dureza de la transición al libre mercado desencantó a la opinión pública. Y la crisis financiera del 2008 fue la puntilla. Los últimos informes de Pew Research y de la Open Society Foundation han revelado el temor en esos países a la pérdida de derechos civiles. Indican también que más de la mitad de rusos dice que vivían mejor con el comunismo. Hoy Rusia la gobierna un hombre al que la caída del Muro pilló como oficial del KGB en Dresde. Vladímir Putin tenía 37 años. Recuerda la humillació­n que sintió cuando, al pedir instruccio­nes, Moscú le respondió con el silencio. Desde entonces no ha dejado de insistir en reconstrui­r aquel imperio en desintegra­ción.

La caída del muro de Berlín abrió una etapa de apertura que la realidad económica ha convertido en desencanto

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RÉGIS BOSSU / GETTY Leonid Brézhnev y el alemán Erich Honecker se besan (gesto de solidarida­d socialista) en 1979
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