La Vanguardia

La gran fiesta de Demo

- Llucia Ramis

Aún me dura la resaca de la última vez. Ya, ya sé que, si no vamos, los bares cerrarán por nuestra culpa, prohibirán la cerveza, viviremos en un lugar más horrible que el de ahora, y no tendremos derecho a quejarnos. Pero es que cuando he intentado salvar algún local por miedo, lo reforman enseguida y se vuelve irreconoci­ble. Si alguno de mis amigos se acerca por curiosidad, lo expulsan porque no les gustan sus chistes, o cómo piensa, y a mí me comen la oreja con el rollo de que se merece lo peor; me dicen que pase de criminales, barbaridad­es así. Comprender­ás que no quiera volver. También está ese otro, lleno de pulpos que intentan convencerm­e para que vaya con ellos, aunque les he dicho desde el principio que no es no. O de repente convierten el bar que menos me disgustaba en una franquicia. Y piensas: pues vaya, yo que intentaba proteger algo auténtico, va y se vende.

Y no pretenderá­s que me acerque a los antros de la zona este. Si pagas entrada en la macrodisco, a saber lo que harán con tu dinero. Luego está el sitio ese que se puso tan de moda hace unos años; tiene pinta de haberse vuelto supersórdi­do. Dudo que esta noche tengan mucho que celebrar, raro será que no lo traspasen. Ah, y en el nuevo que han abierto, me han dicho que hay cabezas de toro en la pared. ¿Se puede ser más rancio? Lo que no entiendo es cómo les dieron la licencia, tengo entendido que invitan a copas a los que vociferan consignas de odio. Eso es lo que pasa cuando nadie comprueba la veracidad de los documentos, que al final todo vale.

Me encanta salir, ya lo sabes. Pero estoy harta de que me prometan que, si voy a tal sitio, tratarán igual a todos los clientes, seremos libres para sentarnos o quedarnos en la barra, mientras elegimos la consumició­n que queremos y no la que nos impongan (que será de garrafón). Harta de que prometan que podremos charlar tranquilam­ente sin que el ruido nos obligue a gritarnos (a gritos no hay quien se entienda), y aseguren que lo que pagamos servirá para mantener el local en condicione­s. Cuando, a la hora de la verdad, el negocio se cae a trozos y funciona sólo por la buena voluntad de los camareros y los parroquian­os. Si fuera por la gestión, estaríamos apañados. Ningún bar me representa.

En serio, Demo, tus juergas me están saliendo muy caras. Bebes demasiado, y tengo que sacarte de un montón de broncas. La única que se divierte eres tú. Y luego te pones insoportab­le, me tratas con un desprecio que no merezco. Esta es la última borrachera que te pago.

Estoy harta de que me prometan que, si voy a tal sitio, tratarán igual

a todos los clientes

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