La Vanguardia

Elecciones

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Viernes, 8 de noviembre, tres de la tarde. Tengo que escribir La Terraza del domingo que dentro de tres horas dictaré a Gemma para que luego ella la mande al periódico. Tenía un par de temas, como yo les llamo. Uno era la Diagonal –del paseo de Gràcia a la plaza Francesc Macià–, que pide un cierto protagonis­mo, comercial, claro está, frente al del paseo de Gràcia y la rambla Catalunya. Y el otro, el que más me atraía, era el del centenario del negroni. Pues sí, resulta que hace cien años que en el Caffé Casoni de Florencia, el barman Fosco Scarelli hizo caso al conde Camilo Negroni y sustituyó el agua con gas del Americano por la ginebra. Y así nació el Negroni: 30 mg de ginebra, 30 mg de vermú rojo y 30 mg de Campari. En un vaso old fashioned, lleno de hielos –chicos, no esas monstruosi­dades que te encuentras hoy en los whiskeys–, mezclado todo sabiamente con una cuchara y rematado con una piel de naranja. El tema del Negroni me atraía más que la nostalgia que me despierta ese tramo de la Diagonal, sobre todo los domingos, cuando voy a la terraza del Carles Abellán (Tapas 24), a tomar el aperitivo con mis amigotes, algunos de los cuales –y “pourvu que ça dure”, como decía la madre de Napoleón– todavía confunden la terraza del Abellán con la de la Bagatela y me hablan del libro que ayer compraron en el “infierno” de la librería Áncora y Delfín, y del pastel de chocolate y frambuesa que, al abandonar la terraza, irán a comprar al Sacha, “nada, aquí al lado”, para su golosa esposa y sus no menos golosos hijos.

El tema negroni es un buen tema. ¿Por qué? Pues porque su nombre no aparece como tal hasta 1949, concretame­nte en un libro.

El bar. Evolución y arte del cocktail, de Jacinto Santfeliu Brucart, editado en Madrid. Huelga decir que antes, en los veinte y treinta, el cóctel aparece por Europa, en revistas, libros y barras, sobre todo en las barras, con diversos nombres –de camparinet­e a cardinale, incluso, ojo, ¡Mussolini!–, con la ginebra en vez de la “eau gazeuse” y, poquito a poco, la ginebra es sustituida hasta hoy por el tequila, el mezcal, el ron, el whisky, el coñac, el calvados, el vodka y, vete a saber si también por el jerez o la ratafía…

El negroni era un buen tema para mi Terraza como podía serlo la muerte de Marie Laforêt (ochenta añitos), la chica de A pleno sol (1960), la peli de René Clément, con Delon y Ronet. ¡Y qué chica! (¿Te acuerdas de ella, amigo Marsé?), la cual se nos acaba de morir y aquí parece que nadie se ha enterado. Total, que podría –quería, para que negarlo–, escribir del Negroni, de la moza de A pleno sol o, si se tercia, de Anak, aquel delfín hembra del zoo barcelonés que falleció la noche del miércoles “tras contraer un virus”. Anak, pobreta, murió con treinta y cuatro añitos. Pero no, cuando ya llevaba cuatro Jamesons confundien­do a Marie, la moza de A pleno sol, con Anak, me llamó una vieja amiga (Bdez) diciéndome que esperaba mi Terraza del domingo sobre lo que está ocurriendo en este bendito país. Vamos, que me pedía que me pronuncias­e sobre esas elecciones a las que hoy nos invitan.

Pues, ahí va. Esa Terraza, en los quince años que lleva funcionand­o, un día sí, el otro no y el otro también (que no tampoco), nunca ha sido una terraza política. En las terrazas de mi padre –la del Colón, sin ir más lejos– era fácil ver a un político (de la Lliga), junto a Maurice Chevalier y Pep Samitier, Joséphine Baker y tres guapos oficiales de infantería tomándose un Picón. En las mías no. Yo vengo de un periodismo –anterior a la llamada ley Fraga– en la que te la jugabas.

Yo me la jugué varias veces, algunas de ellas, estúpidame­nte, gratuitame­nte. Cuando me metí con Blas Piñar (en el año 1974, siendo él diputado en el Congreso, nombrado por el mismo Franco) me pidieron cuatro años de cárcel más cinco millones de pesetas. Al año siguiente murió Franco y, mi abogado, mi catedrátic­o de Penal, el bello Octavio, me dijo que de buena nos habíamos librado, aunque me dijo que la amnistía del Supremo había que tomarla como un regalo, pues mi delito no entraba en ella.

Pero no todo terminó aquí. Tras la muerte del dictador empecé a recibir tarjetas de algunos personajes, algunos harto conocidos en la terraza del Sandor, de nuestra querida Diagonal, que me amenazaron de muerte –y en la tarjeta, bajo su nombre escribían el carnet de identidad–. “Sabemos dónde vives y vamos a por ti”. Entonces me fui a Figueres –en el Motel me trataron como un rey–, junto a la frontera… Regresé y por suerte no ocurrió nada.

Llevo más de veinticinc­o años viviendo en la Dreta de l’eixample. He tenido problemas con el vecindario. Llegaron a pintar en la fachada de la casa en la que vivo: “Aquí es perd el rastre del fill d’un pederastre”. Y otras pintadas que hacían relación al diario en el que escribo, al conde de Godó y a mi amigo Juan Marsé “el traidor” (porque escribe en castellano).

Ya tengo una cierta edad. Perdonen pues que no escriba lo que tal vez debería escribir y que me pide mi vieja amiga. Les confieso que no me agrada nada la Catalunya/españa que se avecina. Pero, ante todo, permítanme que les diga que, como europeo, aún me da más miedo Europa, lo que sea de ella. Yo no soy nacionalis­ta; si algo soy, es europeo. En el 78 tenía cuarenta años y vi, agradecí, como pese a todo –y era mucho– salíamos del franquismo. Hoy no sé si votaré, pero la verdad, no me veo votando al PSOE con una pinza en la nariz (para impedir el éxito de Vox), como los franceses votando a Chirac para que no ganase Le Pen. Mi voto, si lo hay, será el de un europeo cansado, muy cansado.

El tema Negroni es un buen tema; ¿por qué?, pues porque su nombre no aparece como tal hasta 1949 en un libro

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J.J. GUILLÉN / EFE Un centro de enseñanza ultimando los preparativ­os para abrir sus puertas hoy como colegio electoral
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JOAN DE SAGARRA
LA TERRAZA JOAN DE SAGARRA

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