La Vanguardia

Semillas rotas

- Xavier Aldekoa

—¿Ves aquella isla del final? Allí están.

Debía de haber unos tres kilómetros de distancia.

Mahamat Tchari Ali, un anciano corpulento y vestido con una túnica verde, señaló al horizonte en voz baja porque nadie necesita que le pidan sigilo cuando señala al diablo. A su alrededor, sobre un mar de arena fina, doscientas personas se protegían del sol bajo los árboles o en iglúes de paja construido­s a la carrera. Unas mujeres limpiaban ropa en la orilla y unos niños se entretenía­n chutando unas semillas redondas y secas del tamaño de una pelota de golf. Un chaval con la camiseta del Bayern de Munich vacilaba a uno más pequeño con la zamarra azul celeste del Manchester City: daba puntapiés enormes al esférico y corría como un gamo para recuperarl­o antes de que llegara su rival. No había nada que comer.

Aquellos días, el laberinto de islas del lago Chad, una frontera natural entre tierras camerunesa­s, nigerianas, nigerinas y chadianas, se había convertido en el escondite perfecto para los barbudos de Boko Haram. La llegada de los fundamenta­listas había vertido sangre en el agua: cientos de aldeas habían sido arrasadas y miles de personas habían buscado refugio en la orilla.

Ali me contó cómo los extremista­s habían atacado su pueblo de Kane y asesinado a familias enteras. Todos los demás habían huido con las manos vacías. En un momento de la conversaci­ón, sacó de un bolsillo un papel plegado, medio roto. En él había palabras escritas en lengua buduma y números al lado de cada nombre. No entendí.

Era una lista, me explicó, de todas las cosas que los yihadistas habían robado a cada vecino. Cabras, vacas, ollas o canoas que habían perdido para siempre. Habían escrito aquella lista, continuó Ali, para que algún día se hiciera justicia. Para que las autoridade­s

Al final, el más pequeño se sentó en la arena y lanzó un grito desesperad­o, harto de perder siempre

les devolviera­n la vida que les habían robado. Al principio, Ali pensó que alguien les ayudaría, pero con el paso de las semanas, había perdido la esperanza. Nadie había ido a protegerle­s. Estaban solos.

Cuando fui a devolverle el papel, Ali se negó.

—Quédatelo. Eres blanco y periodista, quizás a ti te escuchen.

Insistí en que no podía aceptarlo. Hacerlo habría sido dar esperanzas vacías a aquella gente, así que intenté explicarme y me despedí abatido y con un sabor agrio en la garganta.

Antes de irme, observé a los dos niños que jugaban a fútbol. El mayor seguía pateando la semilla redonda hacia delante, pero ya sólo necesitaba trotar para llegar antes que el de la camiseta del City. El pequeño se había cansado de correr y avanzaba hacia la semilla desganado y enrabietad­o porque el otro siempre alejaba la semilla justo cuando él estaba a punto de alcanzarla. Al final, se sentó en la arena y lanzó un grito desesperad­o.

Harto de perder siempre.

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POR LA ESCUADRA

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