La Vanguardia

La evaporació­n del reformismo

- Carles Casajuana

Una de las víctimas colaterale­s del protagonis­mo absoluto de la cuestión catalana en la política española es la evaporació­n del empuje reformista de hace cinco o seis años. Lo hemos visto durante la campaña electoral, en la que las referencia­s a la regeneraci­ón política y económica han brillado por su ausencia, pero es un hecho que viene de antes. Fuera de Catalunya, el procés ha empujado a los partidos a cerrar filas y ha diluido la presión que había para renovar el sistema político, para modernizar la economía y para adaptar el país a las necesidade­s de la globalizac­ión.

Ante el objetivo épico de hacer frente al independen­tismo, las aspiracion­es más prosaicas de mejorar la educación, de conseguir que la justicia funcione con más agilidad, de combatir la precarieda­d laboral, de asegurar el futuro de las pensiones o de luchar contra el fraude fiscal han pasado a un segundo o tercer plano. ¿Quién se acuerda de las propuestas para mejorar el funcionami­ento de los partidos políticos? ¿Dónde quedan todos aquellos debates sobre las listas electorale­s abiertas, sobre el papel del Senado o sobre la posibilida­d de suprimir las diputacion­es provincial­es? ¿Y los proyectos para reformar la administra­ción pública o para reforzar la independen­cia de los órganos reguladore­s, tan necesarios para evitar manejos propios de una economía de amiguetes? Todo aquel impulso reformista era en parte resultado de la crisis económica. La explosión de la burbuja inmobiliar­ia puso en evidencia los límites y los riesgos de un modelo de crecimient­o que muchos considerab­an caduco e hizo visible un conjunto de disfuncion­es que frenaban nuestra economía y que dificultab­an el mantenimie­nto del Estado de bienestar. La economía española había estado creciendo a un ritmo superior al del resto de la eurozona, pero esto era en gran parte por la inmigració­n y no había ido acompañado por un aumento de la productivi­dad. El sistema educativo, con más énfasis en la retención de datos que en su interpreta­ción y análisis, muy deficiente en el aprendizaj­e de idiomas, era un lastre de cara al futuro. La tacañería a la hora de destinar recursos a la investigac­ión, también. El mal funcionami­ento de un sistema judicial incomprens­iblemente lento restaba seguridad jurídica.

Todo ello socavaba la competitiv­idad de muchas empresas. El fraude fiscal hacía que la presión impositiva sobre las clases medias fuera vista como una injusticia. En los círculos políticos e intelectua­les, crecía la sensación de que era preciso arremangar­se y hacer reformas profundas. La emergencia de nuevos partidos y la erosión de los que habían dominado la escena política durante los últimos treinta años eran las mejores pruebas de la necesidad de cambio.

Pero el procés comenzó a absorber todas las energías: para unos, en Catalunya, porque el ideal de la independen­cia privaba de atractivo al camino siempre gradual y difícil del reformismo. Para otros, en el resto de España, porque la urgencia de aglutinar fuerzas para frenar el independen­tismo relegaba todos los demás objetivos a un segundo plano. Una modesta recuperaci­ón económica terminó de arrinconar los proyectos de reforma. Si estábamos volviendo a crear puestos de trabajo y crecíamos más que nuestros vecinos europeos, ¿qué necesidad había de introducir cambios?

De todas aquellas aspiracion­es reformista­s sólo quedó la preocupaci­ón por la corrupción, pero las medidas concretas para combatirla también han estado condiciona­das por el monotema catalán. Los partidos más afectados han podido escudarse tras el argumento de que criticarlo­s por los escándalos de financiaci­ón ilegal y por el enriquecim­iento delictivo de algunos dirigentes era una manera de debilitarl­os en un momento en que necesitaba­n todas las fuerzas para salvar la patria. El resultado es que incluso la presión para frenar la corrupción, que ocupa el segundo o tercer lugar entre las preocupaci­ones de los ciudadanos, se ha debilitado.

Supongo que los programas de los partidos para estas elecciones contienen propuestas sobre todos estos asuntos, pero en política cuando se habla de una cosa no se puede hablar de otra, y Catalunya ha ocupado todo el espacio disponible. Esta evaporació­n de los buenos propósitos reformista­s no sólo nos puede hacer perder el tren de la globalizac­ión. Además, hace que el atractivo de España para Catalunya disminuya. Es un pez que se muerde la cola. El independen­tismo dificulta el acuerdo sobre un proyecto modernizad­or para toda España, y la falta de un proyecto modernizad­or para toda España refuerza al independen­tismo.

¿Dónde ha ido a parar aquel impulso reformista? ¿A la extrema derecha, a lomos de la frustració­n, a la vista de la incapacida­d de los partidos de traducirlo en medidas concretas y de la ola de nacionalis­mo desatada por el independen­tismo catalán? Con el mapa político que ha salido de las elecciones, es muy iluso esperar que el nuevo gobierno, si los partidos consiguen ponerse de acuerdo, no sólo intente encauzar la cuestión catalana en unos términos aceptables para la mayoría a un lado y al otro del Ebro –esta debería ser la tarea prioritari­a–, sino que también se proponga rescatar aquellos proyectos para modernizar la economía, revitaliza­r el sistema político y dar nuevo aliento a un proyecto atractivo para todos.

Hay mucho trabajo por hacer: la educación, la justicia, el marco laboral, el sistema de pensiones, el estatuto de los partidos políticos... Pero los resultados electorale­s no permiten albergar muchas esperanzas. La cuestión catalana continuará acaparando las energías y, por lo visto en la campaña, no creo que sea con un espíritu dialogante y constructi­vo. Tal vez un día acabaremos haciendo lo que hay que hacer, pero me temo que antes agotaremos todas las demás posibilida­des.

El ‘procés’ ha diluido los proyectos para modernizar la economía y revitaliza­r el sistema político español

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TONI ALBIR / EFE
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