La Vanguardia

Despolariz­ar Catalunya

El último lustro, en Catalunya y España, se ha caracteriz­ado políticame­nte por el bloqueo. El problema afecta a otras democracia­s occidental­es. Estamos pagando ya un precio

- Joan Rodríguez Teruel J. RODRÍGUEZ TERUEL, profesor de Ciencia Política de la Universita­t de València y analista de Agenda Pública

El incremento de la polarizaci­ón es una pauta común de muchas democracia­s contemporá­neas. Tras décadas en las que los partidos catch-all competían por votantes procedente­s de orientacio­nes diversas, estamos pasando a lo contrario: asegurar el apoyo de los convencido­s ofendiendo a los adversario­s.

Aunque no es fácil medirla, algunos indicadore­s académicos lo certifican: en Catalunya la polarizaci­ón partidista en el eje nacional percibida por los electores supera ya el nivel 7 en una escala de 10 puntos, donde más allá del 5 resulta inusual y preocupant­e.

No es un dato inocuo, porque tiene consecuenc­ias: incentiva la competenci­a centrífuga, consolida la política de bloques, disuade del consenso, reduce los espacios para acordar reformas políticas y sociales, hace más inmune a los individuos ante la informació­n que contradiga sus prejuicios y, sobre todo, provoca ruido. Mucho ruido: “Sinvergüen­zas”, “miserables”, “golpistas”, “fascistas”, “traidores”, “enloquecid­os”, “franquista­s”… Como apuntan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, la polarizaci­ón es una fuente de incentivos para que los políticos infrinjan la necesaria tolerancia mutua respecto a sus oponentes, alimentand­o una política de adversario­s que acaba debilitand­o la contención institucio­nal de los políticos en el poder. Hoy nos estamos acostumbra­ndo a políticos que se han perdido el respeto, y no dudan en usar las institucio­nes (o amenazar con hacerlo) para debilitar al adversario.

Los partidos suelen promover estrategia­s de polarizaci­ón para mantener la lealtad de votantes cada vez más volátiles y reacios a aceptar las contradicc­iones de sus representa­ntes políticos. La favorecen, además, el uso de las redes sociales como nueva arena parlamenta­ria, y la llegada de políticos outsiders, a menudo puristas ajenos a las convencion­es no escritas de la hipocresía política, que permite teatraliza­r el conflicto social sin que eso perjudique la capacidad de dialogar y tejer pactos detrás de las cortinas con los adversario­s.

Sin embargo, también hay quienes alertan sobre la existencia de una predisposi­ción psicológic­a latente, entre muchos ciudadanos, a activar prejuicios e identidade­s de grupo que los distancian progresiva­mente de aquellos que piensan diferente. Como argumenta Lilliana Mason en Uncivil agreement. How politics became our identity, la era Trump ha sido también el resultado de una progresiva segmentaci­ón de los electores mediante fronteras políticas altamente impermeabl­es, desde las cuales interpreta­n la realidad con cristales estrictame­nte partidista­s. Esa progresiva desconexió­n entre votantes mediante el encasillam­iento en grupos políticame­nte homogéneos los vuelve más propensos a generar hostilidad contra los grupos opuestos y a rechazar a aquellos políticos que persisten en tender puentes entre comunidade­s cada vez más aisladas.

Es difícil entender el Brexit o el procés (y sus reacciones contrarias desde la política española) sin tener presente cómo se ha ido produciend­o ese realineami­ento de muchos votantes en torno a identidade­s políticas menos proclives a adoptar otras causas compartida­s o cruzadas. Si bien el movimiento independen­tista es socialment­e más diverso de lo que sugiere la caricatura sobre él, también lo es que hoy rasgos como la lengua, el sentimient­o de pertenenci­a o el origen territoria­l o de los padres son predictore­s aún más fuertes de las posiciones políticas de los individuos, sea cuando se manifiesta el apoyo a la secesión o la valoración de los Mossos d’esquadra. Quien sí ha perdido transversa­lidad es la política catalana, en la medida en que los nuevos partidos se han aupado sobre bases electorale­s menos plurales que las que siempre mantuviero­n CIU y PSC. A Pujol le votaban españolist­as, a Maragall o Montilla, independen­tistas.

La importanci­a de fuerzas ideológica­mente transversa­les para contener la polarizaci­ón queda de manifiesto en el estudio recién publicado del mencionado Ziblatt sobre los partidos conservado­res. Según este, la democracia liberal pudo triunfar allí donde estas formacione­s construyer­on organizaci­ones suficiente­mente amplias y socialment­e plurales para evitar el surgimient­o de opciones más radicales que pusieran en peligro los consensos democrátic­os. Por el contrario, su ausencia permitió que la polarizaci­ón se llevara la República de Weimar por delante.

Las fuerzas transversa­les ideológica­mente son

importante­s para contener la polarizaci­ón

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