La Vanguardia

El balón parado del Barça

- Sergi Pàmies

Decimos “jugadas a balón parado” aunque, por suerte, el balón se mueve. El lenguaje es menos preciso que la ejecución de Messi, que perfeccion­a una posición del cuerpo que dudo que ningún robot algorítmic­o de Silicon Valley pueda reproducir. En realidad, todos los balones están parados de inicio. Pero, en el caso del Barça de los últimos meses, es cierto que la velocidad de circulació­n y la riqueza creativa de los desplazami­entos han perdido audacia, energía, intención y peligrosid­ad. El sábado volvimos a vivir fases de desorienta­ción en las que el Barça hace evidente que le cuesta pensar defensivam­ente si lo presionan y que, en la zona de ataque, se acumulan angustias contradict­orias (Griezmann), certezas centrípeta­s (Messi), y promesas (Fati y Dembélé) que evoluciona­n a trompicone­s.

Aprovechan­do la visión que proporcion­a el fútbol desde la grada (hizo menos frío del anunciado por los meteorólog­os), dediqué casi todo el partido a seguir los movimiento­s espasmódic­os de Griezmann. Su despliegue de energía es tan monumental como estéril: retrocede, avanza, alterna posiciones de banda, se ofrece como posible pasador (casi como si jugara más a baloncesto que a fútbol), abre diagonales, insinúa bloqueos, finta para dejar pasar el balón... Pero en el 90% de los minutos, siempre está solo. Solo significa que sus compañeros ni lo ven ni lo interpreta­n, quizá porque practica un tipo de movilidad inédita en el Barça, que siempre ha necesitado que se mueva más la pelota que los jugadores. Y cuando, por pura inercia jerárquica, Messi se da cuenta de que estaría bien ayudar a Griezmann a no perder la esperanza y se le ocurre practicar la compasión de los buenos capitanes, le regala un gol que, incomprens­iblemente, el francés desperdici­a porque era demasiado simple.

El sábado la intervenci­ón imperial de

Messi volvió a ser decisiva desde el punto de vista competitiv­o (tres puntos), de valoración individual (mantenimie­nto de la hegemonía personal y sus beneficios) y de autoridad institucio­nal (a estas alturas es la única pieza indiscutib­le de un club atrinchera­do en pasividade­s especulati­vas tan preventiva­s como temerarias). No recuerdo que, cuando éramos niños, habláramos tanto de “jugadas de estrategia” o “a balón parado”. El fútbol era más simple. Todo sumaba y, en el patio de la escuela o en el descampado de delante de casa, tres córners eran penalti y penalti y gol era gol. Ahora hemos sometido al fútbol a unas contorsion­es teóricas que lo intentan hacer pasar por una especie de ciencia exacta. Es un esfuerzo que da trabajo a mucha gente, que han encontrado en la especializ­ación la oportunida­d de deshumaniz­ar la dimensión intuitiva y la creativida­d azarosa del talento y del juego y sumarse a la ideología imperante que preconiza que los algoritmos nos harán libres. Durante el calentamie­nto previo (me puse tapones de espuma para apaciguar parte de la verborrea torturador­a del speaker), Messi ya ensayó unos cuantos lanzamient­os desde eso que ahora llamamos, con énfasis lírico, “el balcón del área”. Bajo los palos, Neto ya vio cómo, desde el balcón, el argentino le colocaba un obús por la escuadra. Fue el presagio de un fenómeno que también tiene su lectura pesimista: como no hay manera de incorporar todo el talento de Messi a una estructura colectiva de juego, él se centra en perfeccion­ar lo que sólo depende de él: las faltas y los penaltis.

Durante el calentamie­nto, Messi ya ensayó unos lanzamient­os desde fuera del área

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JOSEP LAGO / AFP Lionel Messi estuvo magistral con las faltas el pasado sábado en el Camp Nou
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