La Vanguardia

El trágala de la reforma saudí

- Valentín Popescu

Arabia Saudí se ha lanzado a una reforma profundísi­ma para asegurarse con los millones de hoy el futuro de mañana. Mohamed bin Salman, príncipe heredero y auténtico gobernante del país, ha asumido el desafío de modernizar una nación que ha vivido (muy bien) de los ingresos del petróleo que está menguando casi tan deprisa como aumenta el censo. En 20 años se ha doblado (34 millones), cada año irrumpen en el mercado laboral 400.000 jóvenes y cada vez hay más mujeres bien preparadas que reclaman su tajada en ese mercado.

Y así, no sólo se trata de crear industrias y negocios para absorber ese alud de mano de obra, sino también de darle a la sociedad una estructura dinámica y abierta adecuada a esos parámetros. Se trata de reducir la exorbitant­e influencia del clero suní en la vida saudí; de lograr el ingente capital necesario para mantener las prestacion­es sociales de una población creciente, a la vez que se llevan a cabo las inversione­s industrial­es que hoy parten prácticame­nte de cero.

El proyecto es urgente, valiente e imprescind­ible, pero el modo de hacerlo suscita dudas. En primer lugar, porque parece seguir una vía eminenteme­nte saudí. El capital ha de surgir de la salida a bolsa de Aramco –la comerciali­zadora del petróleo del país–, pero esta capitaliza­ción es alarmantem­ente nacionalis­ta y exclusivis­ta. De los 30.000 millones de dólares que se espera recaudar con el primer paso de la venta de

Bin Salman lo quiere reformar radicalmen­te casi todo menos el poder político, que ha de seguir en manos de los Saud

acciones, al capital foráneo (y con él, las tecnología­s punteras) se le reserva una fracción insignific­ante. El príncipe heredero parece empeñado en que Aramco siga siendo feudo saudí y la futura industria del reino, también. Evidenteme­nte, no se busca incorporar capital privado extranjero, sino tan sólo el nacional. Y está por ver tanto si los capitalist­as saudíes creen en el programa Visión 2030 del príncipe, como si la tecnología extranjera apostará por ese proyecto en el que no tiene voz ni voto.

Y esta segunda duda se debe tanto a la reluctanci­a de los occidental­es a embarcarse en cotos nacionalis­tas cerrados, como al planteamie­nto político de Visión 2030. Porque Bin Salman lo quiere reformar radicalmen­te casi todo; todo, menos el poder político, que ha de seguir estando en manos de la dinastía Saud, que gobierna de forma absolutist­a desde la creación del reino.

Además de estos problemas estrictame­nte nacionales y de por sí ya muy grandes, el proyecto del príncipe se enfrenta unos no menores de tipo internacio­nal. En primer lugar, la empecinada y creciente rivalidad entra Riad y Teherán por dominar el mundo musulmán y el mercado mundial del petróleo. Esta lucha les ha costado a ambas naciones ríos de oro y muchas vidas humanas (más iraníes que árabes). Pero sobre todo es la guerra del Yemen –dónde esa rivalidad se ha escenifica­do de la manera más sangrienta posible–, ha evidenciad­o una increíble ineficienc­ia de las fuerzas armadas saudíes.

Visto todo esto, se podría decir que el príncipe Mohamed bin Salman ha emprendido el camino debido, pero de una manera tan peligrosa que bien podría ser el buen camino mal andado…

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