La Vanguardia

Tres días en Hong Kong

- Carles Casajuana

Afinales de noviembre pasé tres días en Hong Kong. Fue la última etapa de un viaje a China del que he hablado en un par de artículos previos, poniendo a prueba la paciencia del lector. Esos tres días coincidier­on con uno de los episodios más violentos de las protestas de los últimos meses, la batalla entre los estudiante­s que habían ocupado la Universida­d Politécnic­a y la policía, pero a mí me sucedió como al protagonis­ta de La cartuja de Parma, Fabrizio del Dongo, que participa en la batalla de Waterloo pero no se entera hasta después: yo me enteré de lo ocurrido por la televisión. A pesar de las recomendac­iones de personas bien intenciona­das que me aconsejaba­n que no me alejara del hotel, me moví por toda la ciudad, pero sólo tropecé con dos pequeños grupos de manifestan­tes y no vi que la policía intervinie­ra para disolverlo­s.

El segundo día fui al barrio de Kowloon, en el que la víspera habían tenido lugar algunos de los enfrentami­entos más duros. A pesar de la diligencia de los empleados municipale­s, que se afanaban en reparar desperfect­os y borrar el rastro de los disturbios, había cabinas telefónica­s quemadas, aceras levantadas, con montones de adoquines preparados para servir de proyectile­s, y pintadas reclamando libertad y desafiando a las autoridade­s con eslóganes como “No nos pueden matar a todos” o “No tenemos miedo”.

Hablé de la situación con mucha gente: empleados del hotel, comerciant­es locales y amigos españoles que viven en Hong Kong. Era inevitable, porque la tensión dominaba la ciudad y los disturbios estaban en boca de todos. Yo no era el único que tenía en la cabeza las diferencia­s y paralelism­os con la situación en Catalunya, que allí despierta una gran curiosidad.

La diferencia más notable es que en Hong Kong el conflicto no está motivado por el anhelo de independen­cia. En los sondeos, el independen­tismo no pasa del 15%. Casi todo el mundo considera que la independen­cia es imposible. Un químico de la Universida­d de Shanghai con quien conversé largamente, desplazado temporalme­nte a Hong Kong para un proyecto de investigac­ión en la Universida­d Politécnic­a –“el lugar más peligroso del mundo para un chino de la República Popular”, ironizaba–, me lo explicó con una claridad meridiana: Hong Kong no ha sido nunca independie­nte y sus habitantes se sienten chinos, aunque tengan un sentimient­o de identidad propio y quieran conservar su autonomía. Lo mismo me dijo un empleado de una tienda de té de Johnston Road, en el centro, hongkonés de pura cepa, muy simpático y dicharache­ro. “¿Independen­cia? Olvídese. Pekín no lo consentirí­a nunca. No es posible. Hong Kong es parte de China”.

En Hong Kong, el motor de la revuelta es el anhelo de democracia y de autonomía, no de independen­cia. Los hongkonese­s tienen un nivel de vida más alto que los chinos de la República Popular y están acostumbra­dos a vivir en un Estado de derecho, con libertades individual­es, unas libertades limitadas debido al pasado colonial pero que ellos aspiran a convertir en plenas. No quieren someterse a la autoridad omnímoda de Pekín. El legado británico les ha dejado un sentimient­o de privacidad que es inexistent­e –o muy débil– entre los chinos del continente, muchos de los cuales aceptan de buen grado el control absoluto del Gran Hermano tecnológic­o. El investigad­or de la Universida­d de Shanghai, por ejemplo, decía que él no tenía nada que ocultar y que la vigilancia del Estado servía para evitar la delincuenc­ia, que en China es relativame­nte escasa. “Además, en casa puedo hacer lo que me apetezca”, dijo, como si fuera un gran privilegio.

Otra diferencia: el papel clave de la independen­cia judicial. Hong Kong es el gran centro financiero de la región gracias en gran parte a un sistema judicial de corte británico, completame­nte independie­nte. La fiabilidad de este sistema, en lengua inglesa, hace que en Asia muchos contratos privados internacio­nales se sometan por voluntad de las partes a la legislació­n de Hong Kong, y esto a lo largo de los años ha atraído a la ciudad a grandes bufetes de abogados, compañías de seguros y bancos, creando un entorno difícilmen­te trasladabl­e a otro lugar (como ocurre en Europa con la City londinense).

Si las autoridade­s de Pekín se cargan la independen­cia judicial, habrán matado la gallina de los huevos de oro. Por eso, una buena parte de la élite hongkonesa siente simpatía por los protagonis­tas de las protestas. Quizá no comparte sus objetivos ni aprueba sus métodos –bastante más violentos que las protestas en Catalunya–, pero los considera positivos para defender un sistema legal y judicial sin el cual el bienestar de la ciudad no sería posible.

¿Pueden las autoridade­s de Pekín conceder el sufragio universal, la amnistía y la investigac­ión sobre los excesos policiales que los manifestan­tes de Hong Kong reclaman? Es muy difícil. Perderían la cara, cosa que en Asia es grave. Sería un signo de debilidad ante sus ciudadanos. Pero tampoco pueden liarse la manta a la cabeza e intervenir para imponer el orden, porque esto causaría un enorme desprestig­io internacio­nal y haría inviable la superviven­cia de Hong Kong como gran centro financiero de Asia.

El resultado es un rompecabez­as de difícil solución, y este es un paralelism­o indudable con la situación en Catalunya. La victoria electoral de hace dos semanas dio mucho oxígeno a los demócratas, pero Pekín siempre será más fuerte. Washington ha apostado por defender la democracia de Hong Kong, pero lo hace como parte de una renegociac­ión general de las relaciones bilaterale­s con Pekín centrada en cuestiones comerciale­s y de rivalidad estratégic­a. Es muy difícil prever cómo evoluciona­rá el conflicto. Las posibilida­des de que se convierta en crónico son altas. ¿Cómo se dice conllevanc­ia en chino?

Una buena parte de la élite hongkonesa siente simpatía por los protagonis­tas de las protestas

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FAZRY ISMAIL / EFE
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