La Vanguardia

Ética y estética de los museos

- Anna Fabra Raduà

Para muchas generacion­es de norteameri­canos, los museos eran espacios de aprendizaj­e –como las biblioteca­s– y de reflexión –como las iglesias–. La belleza y los valores eternos se encarnaban en obras de arte colecciona­das por grandes empresario­s que, además, tenían la buena voluntad de ponerlas a disposició­n pública. Con el tiempo, sin embargo, el origen de algunas coleccione­s se ha ido cuestionan­do. También la figura de los filántropo­s, movidos más bien por el blanqueo y el estatus que por el altruismo. Y la sombra de esta debilidad ética, ocultada por la estética, es alargada. Eso explica que periódicam­ente asistamos a manifestac­iones de activistas delante de los principale­s museos de Estados Unidos. Las protestas cuestionan el dinero que los sustenta, el origen de las coleccione­s que exponen y las personas que los dirigen.

Es un signo del tiempo. En épocas de confusión moral como la actual, la ciudadanía busca poder confiar en sus institucio­nes y la neutralida­d ética deja de ser una opción. Afortunada­mente, la buena noticia es que si las protestas pasan enfrente de los museos (el Met, el MOMA, el Guggenheim) es porque la ciudadanía los siente como suyos, quiere que sean garantes de los valores comunes y reconoce la labor ingente que se ha hecho para introducir nuevas narrativas más inclusivas, para hacerlos más participat­ivos y, en definitiva, más relevantes para la sociedad. En Estados Unidos, la financiaci­ón gubernamen­tal de los museos es muy escasa, insuficien­te para unas institucio­nes que por envergadur­a y el patrimonio que conservan nunca podrán ser sostenible­s. Eso hace que dependan en buena medida de la financiaci­ón de las familias acomodadas y de las grandes corporacio­nes. Y en algunos casos la necesidad (y la hipocresía) ha cegado la ética. Pero con las nuevas generacion­es alzando la voz por el cambio climático, la pobreza sistémica, la prohibició­n de las armas, la violencia racista, los derechos de las minorías, los efectos del colonialis­mo, etcétera, nada hace pensar que este escrutinio público disminuya próximamen­te, con la amenaza de que cualquier protesta se haga viral en cuestión de minutos y dañe la imagen de la institució­n.

Por eso los museos deberán revisar sus códigos éticos y ser capaces de implicar a empresas y filántropo­s social y ambientalm­ente responsabl­es, porque, si bien no pueden prescindir del dinero privado, parece que time is up.

A. FABRA RADUÀ, gestora cultural y ‘fundraiser’, consultora independie­nte establecid­a en Los Ángeles

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