La Vanguardia

“Cada cinco minutos un paciente, sin calidad, sin calidez; me derrumbé”

- Ima Sanchís

Tengo 46 años. Nací en Málaga y vivo en Plasencia. Estoy casado, dos hijos. He trabajado como médico en clínicas privadas, en cárceles, en urgencias de varios hospitales y en consultori­os rurales. Mi prioridad es la igualdad en todos los ámbitos y, sobre todo, en el derecho a la salud. Soy una persona muy espiritual

Recuerda su primer paciente? Por supuesto. Y recuerdo la ilusión con la que transformé la primera consulta que me adjudicaro­n en Serradilla, en Cáceres. ¿Qué hizo? Estaba abarrotada de pósters y obsequios de los laboratori­os farmacéuti­cos. Tiré todo eso y compré bolígrafos sin publicidad, plantas y dibujos de paisajes. Coloqué la pantalla del ordenador de manera que los pacientes pudieran ver lo que escribía y me organicé para tener tiempo de calidad con ellos.

Eso también cura.

Numerosos estudios demuestran que la relación clínica de confianza es per se terapéutic­a. La tarea del médico a veces no es curar, sino acompañar al enfermo, estar ahí, a su lado.

Eso crea relaciones estrechas.

Muchos pacientes te cuentan problemas muy íntimos, médicos o no, que no han confiado a nadie. Esa manera de ser útil no se parece a ninguna otra. Era feliz haciendo ese tipo de medicina, pero al cabo de un año me trasladaro­n.

¿Y cambiaron las condicione­s de trabajo?

Sí. Trabajar se fue convirtien­do en una tortura, el papeleo era ingente y cada cinco minutos entraba un paciente. Llegué a visitar a 60 pacientes al día. Tenía la sensación de estar dentro de una cadena de montaje con una capacidad mínima de aportar algo a alguien, sin calidad, sin calidez.

¿Se rompió?

Acabé padeciendo síndrome del burnout, que en atención primaria afecta al 50% de los médicos y entre ellos al 20% en un estadio irreversib­le. Algunos médicos se convierten en autómatas, otros en cínicos que tratan mal a los pacientes, y otros acaban abandonand­o la profesión.

¿Qué le pasó a usted?

Al principio me adapté a aquella exigencia, pero esclavizar las neuronas tiene un precio: la hiperactiv­idad cerebral libera neurotrans­misores que impiden el sueño, así que empecé a tomar hipnóticos para dormir y estar fresco al día siguiente. Pero la sensación de incapacida­d y frustració­n, la irritabili­dad, no se detenía.

Una situación insostenib­le.

Acabé padeciendo angustia, ardores, dolores musculares, de cabeza, calambres... Hacer lo que siempre había querido hacer se había convertido en un suplicio, dudaba de mí, me preguntaba si ya no servía como médico.

¿Buscó ayuda?

Sí, fui a una psicoterap­euta durante dos años y tuve que recurrir a ansiolític­os y antidepres­ivos para paliar un poco el dolor, pero seguí trabajando hasta que me di cuenta de que debía parar.

¿Cuál fue el detonante?

Mi relación con los pacientes se estaba deterioran­do, las emociones se contagian muy rápidament­e, las positivas y las negativas, y esa fue la puntilla definitiva, había que abandonar.

¿Se alejó de la medicina?

Sí, recuperé aficiones que había abandonado, como la bicicleta de montaña, que me ayudó a agotarme y recuperar el sueño. Entendí que debía ser persona antes que médico y que debía acomodar mis expectativ­as.

¿Adaptarse al sistema?

Buscar un lugar donde pudiera ejercer sacando lo mejor de mí en lugar de lo peor. Me trasladé a un pueblo rural de 700 habitantes donde tengo una agenda de 20 pacientes diarios. He recuperado el amor por mi profesión.

¿Por eso reivindica la expresión médico de pueblo?

Sí, es lo que me gusta: estar cerca de la gente, inmerso en la comunidad, ayudando al moribundo a despedirse de su familia, viendo crecer a los críos y a los mocetes hacerse adultos, atendiendo junto con la enfermera a los inmoviliza­dos en sus hogares... Pero está claro que la medicina rural está en peligro de extinción.

¿Se ha enfrentado con la muerte?

Somos especialis­tas en ver morir a gente y en todo lo que hay alrededor de la muerte, estamos preparados para consolar eso; pero no estamos preparados para afrontar la propia muerte, y cuando empiezas a sentir que tu cuerpo se está desmoronan­do asistes a tu vulnerabil­idad.

¿Llegó a alguna conclusión?

Que el motivo de consulta médica más frecuente no es ni el lumbago ni el dolor de cabeza ni la fiebre, sino el temor a la muerte en sus mil y una versiones y manifestac­iones, de ahí que sea tan importante la escucha.

¿Y en su caso?

No me horrorizab­a tanto la visión del sufrimient­o inherente a toda muerte como la certidumbr­e de no haber tenido una vida plena.

¿Volantes, recetas y justifican­tes convierten al médico en un expendedor?

Vivimos en una sociedad medicaliza­da, y nuestro sistema está más centrado en la solución farmacológ­ica que en mejorar la calidad de vida de las personas. Para ganar tiempo, durante los segundos que tarda el paciente en entrar en la consulta y sentarse ya hemos preguntado el motivo de la consulta y tenemos la solución que vamos a proponer.

Eso acaba minando la autoestima.

Lo que a mí me sucedió le pasa a muchísima gente, más allá de las estadístic­as hay muchas familias rotas, mucha vocación perdida, y se está convirtien­do en una epidemia que debemos resolver entre todos, políticos, gerentes, profesiona­les y también los ciudadanos.

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LLIBERT TEIXIDÓ
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Víctor-m. Amela – Ima Sanchís – Lluís Amiguet

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