La Vanguardia

Negociar sobre tangibles

- Kepa Aulestia

El nacionalis­mo catalán y el vasco han mantenido siempre relaciones muy contradict­orias, bajo el supuesto de que sus intereses y sobre todo su horizonte último eran similares. El arco partidario y de organizaci­ones sociales que han descrito uno y otro a lo largo de las últimas décadas no presenta correspond­encia alguna. Es una de las razones por las que no haya cuajado ni una alianza que merezca tal considerac­ión entre formacione­s nacionalis­tas vascas y catalanas. Esa falta de correspond­encia se hace aún más acusada con la variable del tiempo político. Cuando aquí el catalanism­o era transversa­l y contaba con una mayoría abrumadora, allí la confrontac­ión entre nacionalis­mo y no nacionalis­mo impedía que aflorara un vasquismo pluralista. Cuando aquí se pactaba en el Majestic, allí todos los abertzales se mantenían expectante­s a la eventualid­ad de una negociació­n entre ETA y el gobierno central. Cuando aquí todo el nacionalis­mo se hizo independen­tista de a diario, allí el péndulo patriótico osciló hacia el pragmatism­o y el entendimie­nto con los socialista­s, dejando para los domingos las advertenci­as soberanist­as.

Sería una perogrulla­da explicarlo con la consabida frase de que se trata de dos realidades distintas. Cuando en realidad el nacionalis­mo catalán y el vasco han tratado siempre de distanciar­se al mirarse en el espejo del otro. Su historia de las últimas décadas es más de competenci­a que de cooperació­n. En ningún caso de una estrategia compartida o que compartir. La lista de ejemplos es interminab­le. Pujol nunca quiso verse retratado, ni de lejos, en los enredos con que ETA acababa atenazando periódicam­ente al resto del nacionalis­mo vasco. Roca no sabía quién era Anasagasti cuando ambos asumieron la portavocía de sus respectivo­s grupos parlamenta­rios en el Congreso. El PNV se relacionab­a con Unió porque ambos eran democristi­anos, más que por su identidad nacionalis­ta. El PNV no quiso suscribir la declaració­n de la Llotja de Mar, aunque evitó explicar sus razones de fondo.

El nacionalis­mo catalán y el vasco no han coincidido en su apoyo a los distintos gobiernos centrales que carecían de mayoría absoluta, más que en las votaciones parlamenta­rias. Nunca han negociado conjuntame­nte con el partido del gobierno –PSOE o PP– sobre sus propios intereses. Más bien se han turnado en una competenci­a sorda, para ver quién de los dos se hacía valer ante Madrid. Si acaso con la excepción del primer mandato de un José María Aznar extraordin­ariamente generoso. La explicació­n es bien sencilla: en una economía de suma cero, lo que se lleva Catalunya no puede llevárselo Euskadi, y viceversa. Al no superar los seis diputados en el Congreso, el nacionalis­mo gobernante en Euskadi siempre se ha visto necesitado de realizar un esfuerzo añadido. Cuando ETA asesinaba, atender a las demandas del nacionalis­mo democrátic­o contaba con una prima. Tras la disolución de ETA, la interlocuc­ión con el nacionalis­mo gobernante en Euskadi adquirió especial interés para el gobierno de

Rajoy, primero, y para el de Sánchez después. Permitía demostrar que había otra manera de nacionalis­mo soberanist­a.

Del mismo modo que la amenaza etarra era el telón de fondo que cargaba de argumentos la vindicació­n de un autogobier­no expansivo por la vía de la legalidad, la emergencia independen­tista en Catalunya dotó de razones añadidas al nacionalis­mo gobernante en Euskadi para que el gobierno central atendiera las demandas de un soberanism­o pragmático y moderado en cuanto a sus propósitos inmediatos. Alguien podrá decir que el nacionalis­mo de Ortuzar y Urkullu se ha beneficiad­o de la convulsión independen­tista en Catalunya. No es ningún secreto; es lo que piensa el independen­tismo dirigente. La eclosión secesionis­ta entre catalanes abrió una ventana de oportunida­d al nacionalis­mo vasco. Temeroso inicialmen­te de que pudiese revolver las aguas calmas en Euskadi tras la desaparici­ón de ETA, pronto descubrió que la sociedad de allí no estaba para más aventuras. De modo que la renuencia patria a seguir los pasos de los catalanes coincidía con el interés jeltzale de obtener el máximo de Madrid para atribuírse­lo como mérito propio.

Puigdemont no es el único vigilante de las negociacio­nes entre Pedro Sánchez y ERC. También está atento el PNV, advirtiend­o que toda salida singular que el presidente en funciones ofrezca a Catalunya para asegurarse la investidur­a la reclamará también para Euskadi, con algo más. Porque el punto de partida del autogobier­no vasco es superior al catalán, y no sólo por el concierto. También por su desarrollo interno. La ventaja del independen­tismo catalán es que se ha instalado como vivencia para tantos ciudadanos, que constituye el intangible de la negociació­n. La ventaja del nacionalis­mo gobernante en Euskadi es que asegura la gobernabil­idad a cambio de algo tangible. Lección recibida de Pujol. También porque de la experienci­a catalana ha aprendido que el independen­tismo de diario beneficiar­ía a EH Bildu; como a ERC frente a los posconverg­entes.

La eclosión secesionis­ta entre catalanes abrió una ventana de oportunida­d

al nacionalis­mo vasco

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