La Vanguardia

Nostalgia del bar

- Fernando Ónega

En los pueblos de España había media docena de institucio­nes aceptadas, consensuad­as y respetadas: la escuela, la casa del médico, la iglesia, el cementerio, la fuente y los bares. La superviven­cia de la escuela depende ahora del número de habitantes. La casa del médico fue sustituida por centros comarcales de salud. Las iglesias son desvalijad­as; les roban incluso las campanas. El cementerio es curiosamen­te el que da más señales de vida, porque los viejos quieren ser enterrados con su familia y en el lugar donde nacieron. Las fuentes dan cada vez menos agua por el calentamie­nto, que no respeta ni las aldeas. Y los bares están cerrando: España perdió 20.000 en los últimos diez años.

Aunque ignoro cuántos pertenecen al mundo rural, todo esto es un reflejo de la España vaciada. Y no se vació de personas, sino de todo lo que crean y mantienen las personas en un terrible círculo vicioso: si no hay gente, no hay servicios, y al no haber servicios, la gente se va. Así, hasta la extinción total. Lo más elocuente del cambio social es el cierre de tantos bares. El bar, llámese tasca, taberna, café o bar a secas, era el auténtico parlamento del pueblo. Era la inversión del emigrante que había vuelto o del que consiguió ahorrar para tener un pequeño negocio. Era el punto de cita, no siempre sano, pero vital. En los pueblos ricos –por ejemplo, municipios con central nuclear–, el bar se subvencion­a para que al menos abra los fines de semana. Es que el bar es fuente de vida.

Y llevan diez años desapareci­endo. Los mata el coche –que busca escenarios nuevos–, la televisión, los centros comerciale­s de la ciudad y la despoblaci­ón. Cuatro enemigos mortales. Si se tiene en cuenta lo que dice Giles Tremlett en España ante sus fantasmas (“tenemos tantos bares como el resto de Europa Occidental junta”), a lo mejor es que nos estamos europeizan­do. No lo sé. Si es verdad, yo creo que es para mal.

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