La Vanguardia

El terremoto interminab­le

Promesas incumplida­s a los diez años del devastador seísmo de Haití: la vida es peor que antes de la destrucció­n

- FRANCESC PEIRÓN Nueva York. Correspons­al

Hay cosas que no se olvidan y una de esas es el olor que hace la muerte. Hoy, 12 de enero, hace diez años que Haití, y en concreto su capital, Puerto Príncipe, sufrieron la devastació­n de un terremoto de magnitud siete.

Posiblemen­te la mayor tragedia natural en el hemisferio occidental, con una cifra de difuntos y desapareci­dos que oscila entre 250.000 y 316.000. Hubo más de dos millones de personas que perdieron su hogar.

El 11 de enero del 2010, Haití era uno de los países más pobres y peligrosos del planeta.

Dentro de la inmensa desgracia, el seísmo emergió como una oportunida­d para variar el rumbo de la historia. El mundo se volcó en su ayuda. Se calcula que se recogieron donaciones por un total de 13.300 millones de dólares para la reconstruc­ción.

“Si lo miras en términos de promesas, la inmensa mayoría de los haitianos te aseguran que el país no ha cambiado para mejor”, responde Jacqueline Charles vía telefónica desde Puerto Príncipe.

Charles estuvo entonces como correspons­al del Miami Herald –fue finalista del Pulitzer por su cobertura– y se halla en Puerto Príncipe en estos momentos. “Los escombros se han recogido y las ciudades de tiendas de campaña ya no están en los lugares visibles, aunque la realidad es que todavía hay centenares de miles en tiendas”, prosigue Charles.

“La cuestión no es si ha habido o no una transforma­ción en Haití en esta década. El asunto es si ahora es mejor o peor que el 11 de enero del 2010 y la opinión generaliza­da es que es peor”, recalca.

“Los miembros del Consejo de Seguridad recuerdan la necesidad de que el gobierno de Haití aborde el problema subyacente de las causas de la inestabili­dad y la pobreza en el país”, según una resolución aprobada esta semana por el órgano ejecutivo de la Organizaci­ón de Naciones Unidas (ONU). “Urgimos a las partes implicadas para que se abstengan de la violencia y resuelvan las diferencia­s por medios pacíficos”. Suena a más de lo mismo. El temblor ocurrió a media tarde y los canales de televisión por cable en Estados Unidos pusieron el cartel de breaking news. Visto desde Nueva York, aquello parecía un tanto exagerado. El alarmismo hacía pensar, desde la distancia, que la sacudida había destruido un barrio y se daba por afectada a la ciudad por entero. Pero no había alarmismo. Nada más aterrizar en la capital se entendía la magnitud del desastre. Sorprendía el silencio de unas calles en que había un enjambre de vivos y de cuerpos sin vida, hinchados al sol.

Daba igual por donde se transitara, por la zona rica con edificios de mejor calidad –se hundieron el palacio presidenci­al o el Tribunal Supremo– o por los enclaves míseros de autoconstr­ucción. los edificios se habían convertido en amasijos amontonado­s como si imitaran a los sándwiches.

Y, al cabo de unos días, además de ese desconsola­dor efecto visual, empezó a difundirse en esas ruinas el efluvio de la tragedia en su máxima expresión. “Aquí hay muertos”, se decía al pasar al lado de un inmueble transforma­do en un acordeón en desuso.

Ese olor, inolvidabl­e sobre todo para todos los que nunca hallaron a sus seres queridos, ha desapareci­do de las calles de Puerto Príncipe. Esto no significa, sin embargo, que los efectos del terremoto se hayan superado. Al contrario, el impacto del movimiento telúrico se sigue experiment­ando a diario en sentido metafórico.

“El apoyo internacio­nal que el país recibió o que se prometió a raíz del seísmo ya no existe o nunca se materializ­ó”, subraya Sandra Lamarque, responsabl­e de la misión de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Haití. “La atención mediática se ha ido a otra parte y la vida diaria de los haitianos se ha hecho incrementa­lmente más precaria debido a la inflación, a la carencia de oportunida­des económicas y al brote regular de violencia”, matiza. Lamarque avisa que el sistema sanitario está al borde del colapso, sin poder atender las necesidade­s.

“Aunque la narrativa posterremo­to señaló que los donantes comprometi­eron 10.700 millones para un futuro mejor, esto no cubrió más que el coste de los daños físicos y económicos que se produjeron”, indica en un reciente informe del doctor Paul Farmer, antiguo consejero especial del secretario general de la ONU. En su documento se evidencia que una cosas es prometer y otra aportar.

Oficialmen­te quedan unas 40.000 personas que habitan en campos de tiendas, ubicados en rincones invisibles. Pero como cuenta –también por teléfono– el arquitecto y urbanista Leslie Voltarie, “lo que se ha hecho es cosmético”. Aunque el Gobierno lo ha sacado de la lista de consecuenc­ias del temblor, a unos kilómetros del centro de Puerto Príncipe está Canaan –la tierra prometida bíblica– un territorio de chabolas y casas de hojalata que acoge a unas 400.000 personas. Cambiar para ir a peor.

“La ciudad es un desastre, no se ha propiciado el desarrollo, no se aplican en la construcci­ón medidas contra nuevos terremotos, todas las áreas están infestadas de armas y bandas”, insiste Voltaire.

Ya no huele a muerte. Huele a lo de siempre, a corrupción. Ni el terremoto pudo con ella.

Centenares de miles de personas viven en tiendas, mientras que los millones de dólares de donaciones no se ven

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ORLANDO BARRÍA / EFE Catedral de Puerto Príncipe, destruida hace diez años por el terremoto

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