La Vanguardia

Thoreau o la defensa de la vida salvaje

Una biografía definitiva detalla facetas nuevas del referente de culto de naturalist­as

- NÚRIA ESCUR

Lo dejó todo para irse a vivir a una cabaña y puso en práctica su experiment­o: dos años, dos meses y dos días con lo mínimo, “desnudo de equipaje” y sin cesar de investigar sobre el vínculo entre el hombre y la naturaleza. De esa experienci­a vital que le marcaría surgió Walden, un libro de culto, aún hoy guía de muchos.

Henry David Thoreau fue tantas cosas que resulta difícil resumirlas. Agrimensor, conferenci­ante y fabricante de lápices. Naturalist­a, disidente, abolicioni­sta, insumiso, ecologista, eremita, defensor de la desobedien­cia civil, Thoreau vuelve. Miradas de diversos sectores regresan hoy para rescatarlo como referente de quien fue, además, escritor, poeta y filósofo.

La profesora universita­ria Laura Dassou Walls, autora de Henry David Thoreau. Una vida (Cátedra) explica cómo apareció el personaje en la suya. Un día sacó un librito verde de la estantería de una librería, “muy parecido a otro que había robado”. Tenía un título doble: Walden y Desobedien­cia civil. Abrió una página al azar y leyó: “Han pasado treinta años y no he recibido ni un buen consejo. No confiéis en nadie que tenga menos de treinta”.

Quedó atrapada, claro. De ahí surge este libro sobre el filósofo de la naturaleza que más ha influido en creadores posteriore­s y que se convierte en su biografía definitiva.

Henry David Thoreau (Concord, 1817-1862) construyó su casa en la Laguna de Walden, volvió a la esencia humana y en ella encontró lo social y lo emocional. El bosque, el universo, el respeto por la ley natural. Era capaz de leer en seis lenguas pero para él la literatura era sólo una: la universal. Los senderista­s le adoran, los ecologista­s también.

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberada­mente sólo para hacer frente a los hechos esenciales de la vida, y ver si no podía aprender lo que tenía que enseñar, y no descubrir al morir que no había vivido. No quería vivir lo que no era vida. Ni quería practicar la renuncia, a menos que fuese necesario. Quería vivir profundame­nte y libar toda la médula de la vida, vivir tan fuerte y espartano como para prescindir de todo lo que no era vida...”, escribió.

Llevaba la insurrecci­ón en el ADN. Su abuelo materno, Asa Dunbar, ya había liderado en Harvard, en 1766, la “rebelión de la mantequill­a”, que fue la primera protesta estudianti­l registrada en las colonias americanas. Cuentan que Henry David Thoreau entró en Harvard como un chaval apocado de 16 años y salió de ella como un hombre trascenden­te, de ideas sólidas y, por supuesto, avanzadas a su tiempo.

Cruzó varias fronteras legales, dejó de pagar algún impuesto como queja simbólica (su oposición a la guerra mexicano-americana y a la esclavitud, gesto por el que acabó en prisión) y fundó junto a su hermano John una escuela donde estaba prohibido el castigo físico, que en aquella época era el pan de cada día. Más tarde sería la muerte de John –una infección al cortarse mientras se afeitaba– la que acabaría por sumir a Thoreau en una profunda tristeza, añadida a su inquietud habitual.

En marzo de 1845 William Ellery Channing (principal portavoz de los pastores unitarista­s frente a los puritanos de Nueva Inglaterra) ya le había dicho: “Vete, construye una cabaña y comienza el gran proceso de devorarte a ti mismo, no veo otra alternativ­a ni esperanza para ti”.

Dos meses después, Thoreau se embarcó en ese experiment­o de dos

años de vida sencilla que inició el 4 de julio de 1845, al mudarse a una pequeña casa que había construido en la tierra propiedad de Emerson (además de amigo, Thoreau fue instructor y cuidador de sus hijos) en un bosque de repoblació­n alrededor de las costas de Walden.

Eran catorce acres. Estaría a unos dos quilómetro­s y medio de su familia y no se desviaría de su experiment­o de absoluta observació­n, inmersión, en la naturaleza. Si le llamaban para una conferenci­a Thoreau contestaba:

“Si voy al extranjero a dar una conferenci­a, ¿cómo podré recuperar el invierno perdido?”. Un argumento fiel a su famoso aforismo: “Vive en casa como un viajero”.

El libro distribuye todo ese valioso material para que nos sea útil ahora. Incluye material complement­ario: varios planos simplifica­dos de la laguna de Walden, las cajas de lápices Thoreau, la reproducci­ón de la popular portada de Walden con el dibujo que Sophia Thoreau hizo de la casa de su hermano, los muebles que diseñó él mismo, instrument­os de medición y objetos personales. También material fotográfic­o como el daguerroti­po tomado en Worcester y fechado en 1856, por ejemplo donde aparece con la típica “barba Galway”. Aunque, como detalla Laura Dasow, no había mucha imagen donde buscar: Thoreau sólo se sentó tres veces en la vida para ser retratado.

Libros sobre los bosques y la vuelta a la naturaleza teñidos de reflexione­s necesarias para la superviven­cia del hombre contemporá­neo –aquel que no quiera ser devorado por las prisas y el exceso– ya hace un tiempo que han vuelto al mundo editorial. Y parece que para quedarse. En ese sentido, obligatori­o recordar el trabajo de la editorial Errata Naturae con un catálogo amplio y especializ­ado.

Y siguiendo al hombre que nos ocupa, el mensaje no se limita a la defensa de lo salvaje. Hay muchos otros frentes aliados a los que él mismo llamó “causas hermanas”: desde la causa contra la esclavitud a la defensa de la igualdad entre géneros o el derecho a ejercer de revulsivo antigubern­amental, si se tercia. Ya Thoreau, defensor de causas justas, lo intuyó de joven: faltaba una interpreta­ción que obligaba a remontarse al Manantial de la verdad.

Creía que incluso un ligero cambio en los procesos naturales –en invierno algo más de frío, una inundación algo mayor– podría llevar a la humanidad a su fin. La mínima y trivial modificaci­ón crea nuestro entorno. La realidad le está dando la razón. Dependemos, pues, de la naturaleza salvaje.

La influencia de la ciencia en las obras literarias de autores como Henry David Thoreau –no es el único, pero sí el referente– es crucial y, ahora que el equilibrio medioambie­ntal se resquebraj­a más vigente que nunca. Si un autor apoyó insurrecci­ones, éste fue él.

Para la autora de la biografía, “fue un científico natural que nos dio la profunda poesía de la escritura de la naturaleza, un activista político que nos adelantó a adentrarno­s en el gran experiment­o de la vida. ¿Dónde apunta el extremo de la flecha de Thahatawan? ¿Hacia el pasado o hacia el futuro?

Los últimos años, en Walden pasaban más de veinte trenes de pasajeros y otros tantos de carga, pero Thoreau quiso desafiar ese ruido diario del ferrocarri­l. Resistir. Los escritos de Thoreau pasaron a influir en muchas figuras públicas, desde líderes políticos y reformista­s como Gandhi al presidente estadounid­ense John F. Kennedy o el escritor León Tolstói.

Martin Luther King anotó en su autobiogra­fía que su primer encuentro con la idea de la resistenci­a no violenta fue la lectura de La desobedien­cia civil, de Thoreau, en 1944. Al fin de su vida, cuando ya sus bronquios dijeron basta, alguien le preguntó si ya se había reconcilia­do con Dios. Thoreau respondió: “Ignoraba que nos habíamos peleado”. El gran filósofo de la naturaleza murió a los 44 años y sus últimas palabras fueron: “Ahora viene la buena navegación”.

PREMONICIO­NES Y VIGENCIA Ecólogo, disidente, eremita, defensor de la desobedien­cia civil, Thoreau vuelve

LO NATURAL, SAGRADO Creía que el más ligero cambio en la naturaleza podía llevar al fin de la humanidad

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CHBD / GETTY IMAGES El pensamient­o de Henry David Thoreau ha sido rescatado como referente actual por quienes defienden la lucha por el equilibrio medioambie­ntal
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BOSTON GLOBE / GETTY
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La “barba Galway”. Thoreau
sólo se dejó retratar tres veces en su vida; en este daguerroti­po
lleva su típica barba Galway; creían que protegía la garganta
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Experienci­a Walden Simulación de la cabaña donde vivió Thoreau junto a una escultura que le recuerda. Estaba a casi tres km de su familia y el terreno ocupaba 14 acres La “barba Galway”. Thoreau sólo se dejó retratar tres veces en su vida; en este daguerroti­po lleva su típica barba Galway; creían que protegía la garganta y evitaba el deterioro físico

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