La Vanguardia

“Yo fui un ministro de Stalin”

- Enric Juliana

El 31 de julio de 1980, Manuel Castells fue invitado a cenar en casa del economista Ramón Tamames. Castells marchaba a Estados Unidos a dar clases de sociología urbana y un grupo de jovenes dirigentes del Partido Comunista querían despedirlo. Al llegar a casa de Tamames, se encontró con Santiago Carrillo sentado en la mesa. En realidad la cena era una excusa para sondear al secretario general sobre la renovación del PCE, después de sus modestos resultados en las dos primeras elecciones generales, sólo corregidos por el apreciable peso del PSUC.

Además de Tamames y Castells, allí estaban Pilar Brabo, Carlos Alonso Zaldívar, Enrique Curiel, Eugenio Triana, Luis Larroque y el veterano Manuel Azcárate. Carrillo, que siempre tuvo la nariz muy fina para las maniobras envolvente­s, se hizo acompañar por Francisco Romero Marín, uno de los hombres duros del partido, veinte años de clandestin­idad en Madrid, teniente coronel del ejército republican­o y coronel del ejército soviético, formado en la Academia Frunze de Moscú. La cena acabó mal. Los renovadore­s constataro­n que la línea eurocomuni­sta no iba a transforma­r el PCE en un partido más esponjoso y Carrillo tuvo la certeza de que le querían jubilar, cosa que no estaba dispuesto a permitir. En las elecciones de octubre del 1982, arco triunfal de Felipe González, el PCE quedaría reducido a la mínima expresión parlamenta­ria.

Cuarenta años después, Manuel Castells, figura docente de prestigio, acaba de ser nombrado ministro de Universida­des del primer gobierno de coalición del PSOE con una fuerza situada a su izquierda, en tiempos de paz. Hay algo simbólico en ese nombramien­to.

A Carrillo también le hubiera gustado ser ministro. En realidad, lo fue. El joven dirigente que había abandonado el PSOE para fundar las Juventudes Socialista­s Unificadas (comunistas), fue ministro sin cartera en el gobierno de la República en el exilio presidido por el doctor Giral en 1946, un gobierno de amplia unidad republican­a, con sede en París, que podía haber tumbado al régimen de Franco si la Guerra Fría no se hubiese desplegado con tanta rapidez.

En la transición, Carrillo propugnó un gobierno de concentrac­ión nacional, desplegand­o una política de acercamien­to a Adolfo Suárez que llegó a poner nervioso a González. Ante el riesgo de suspensión de pagos de un país muy dañado por la crisis del petróleo, el PCE remó a favor de los pactos de la Moncloa –pactos de estabiliza­ción económica que nunca entusiasma­ron al PSOE– y tuvo un papel muy constructi­vo en la negociació­n constituci­onal. Antes de que el partido de Suárez entrase en crisis, la ejecutiva de UCD llegó a deliberar sobre un posible gobierno de coalición con el PCE, o al menos así lo hizo saber, para inquietar a los socialista­s. El astuto Carrillo, antiguo militante socialista, pretendía dirigir la política del PSOE desde el PCE y no pudo ser.

González, victorioso, también acudió a la caja de ahorros de la reputación antifranqu­ista del PCE, trabando amistad con los dos principale­s disidentes comunistas de los años sesenta, Fernando Claudín y Jorge Semprún. Ambos fueron autores de una advertenci­a contra el subjetivis­mo revolucion­ario, que resultó ser cierta: el plan de Estabiliza­ción de 1959 prolongarí­a la vida de la dictadura. Semprún fue nombrado ministro de Cultura en 1988 y el ministro de Justicia que le tomó juramento, Enrique Múgica Herzog, había abandonado el PCE cumpliendo pena de prisión en Burgos. Jordi Solé Tura, exdirigent­e del PSUC, padre de la Constituci­ón, y amigo de Claudín y Castells, sucedió a Semprún en Cultura.

Estas historias convirtier­on en un recuerdo muy lejano la participac­ión del PCE en los gobiernos de la República, en tiempo de guerra. Hubo dos ministros comunistas de peso: Vicente Uribe, en Agricultur­a, y Jesús Hernández, en Instrucció­n Pública y Sanidad, más un breve periodo de Josep Moix al frente de Trabajo.

Uribe murió en el exilio en Praga, después de ser orillado por los jóvenes Carrillo y Claudín. Moix fue elegido secretario general del PSUC tras la expulsión de Joan Comorera y también vivió en Praga, indignado por la ocupación soviética de Checoslova­quia. La trayectori­a de Jesús Hernández fue más singular. Tras perder la pugna por la secretaría general, se hizo amigo de los comunistas yugoslavos, enfrentado­s con Stalin.

Fue asesor de la embajada de Yugoslavia en México y publicó un libro de titulo impactante: Yo fui un ministro de Stalin. Un libro muy bien escrito, hoy difícil de encontrar, con durísimas críticas a los soviéticos, sin el agrio resabio anticomuni­sta de los desertores de la Guerra Fría.

Podemos no es el PCE, pero sus principale­s dirigentes se han formado sentimenta­lmente en el interior de ese surco histórico. Un surco que combatió a Franco, pactó la Constituci­ón y ahora, mucho tiempo después, vuelve al gobierno.

El surco histórico del PCE, partido que combatió a Franco y pactó la Constituci­ón, vuelve al gobierno

González nunca habría pactado con el PCE, pero buscó el apoyó de destacados excomunist­as

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