La Vanguardia

La verdadera brecha educativa

- Catherine L’ecuyer C. L’ECUYER, doctora en Educación y Psicología

Durante mucho tiempo, el argumento de la brecha digital ha servido de sustento para fundamenta­r decisiones políticas y educativas a favor de un acceso universal a la tecnología en países emergentes o en colectivos socioeconó­micamente desfavorec­idos. Partiendo de esa premisa, es común encontrar en el programa electoral o de gobierno de cualquier país, región y espectro político la promesa de dar acceso a internet o de dotar de tabletas a todos los centros docentes o alumnos. Reduciendo la brecha digital, se pretende alcanzar igualdad de oportunida­d en los colectivos socioeconó­micos desfavorec­idos. Prácticame­nte todos los gobiernos y los organismos internacio­nales que tratan de asuntos relacionad­os con la educación deploran la existencia de una brecha digital, para después concluir la imperativa necesidad de reducirla.

La idea de que el acceso de un estudiante a un dispositiv­o tecnológic­o contribuye a mejorar sus resultados académicos, sus oportunida­des laborales, y por lo tanto contribuye en gran medida a reducir la brecha socioeconó­mica, es una asunción que nunca ha sido probada. De hecho, una de las mejores revistas académicas de Elsevier publicó en el 2006 un artículo que revisa el concepto de brecha digital. Concluye que, si bien es cierto que el concepto ha fundamenta­do y sigue fundamenta­ndo políticas sociales y educativas, carece de marco teórico, de definición conceptual, de enfoque multidisci­plinario y de investigac­ión cualitativ­a y longitudin­al.

Ese artículo se vio avalado en el 2015 por el informe de la OCDE Students, computers & learning, que observa que los países que han invertido mucho en nuevas tecnología­s en la educación no muestran mejoras apreciable­s en lectura, matemática­s o ciencias. En cambio, los que no han hecho esa inversión han mejorado rápidament­e sus resultados en todos los parámetros. El informe llega a la conclusión de que la tecnología no ayuda a cerrar la brecha socioeconó­mica. Pero ¿cómo es posible eso?

Si bien es cierto que los estudios indican que el acceso en propiedad a un dispositiv­o tecnológic­o es más bajo en las familias desfavorec­idas, los mismos estudios indican que hay más consumos abusivos de la tecnología en esas familias. Según dos recientes informes publicados en el 2017 y el 2019 por Common Sense Media, los niños de 0 a 8 años que pertenecen a hogares con ingresos bajos tienen un consumo diario superior (3h 29m) a los que pertenecen a hogares con ingresos altos (1h 50m). La tendencia se repite para la franja de los 8 a 12 años; los niños de esa edad que pertenecen a hogares con ingresos bajos tienen un consumo diario de 5h 49m, frente a 3h 59m en los hogares de ingresos altos. Para los adolescent­es de 13 a 18 años, la diferencia es también significat­iva; los que se encuentran en hogares con ingresos bajos consumen 8h 07m de pantallas al día, mientras que los que pertenecen a hogares con ingresos altos tienen un consumo de 6h 49m.

Esos tiempos no incluyen los que se dedican a la pantalla en el colegio y para realizar los deberes.

Esos estudios demuestran que el niño o adolescent­e pertenecie­nte a un colectivo socioeconó­mico desfavorec­ido tiene un uso más abusivo de la tecnología que el resto de los jóvenes usuarios. Por lo tanto, el acceso a la tecnología en la infancia y la adolescenc­ia no reduciría, sino al contrario, podría contribuir a aumentar la brecha socioeconó­mica. Mala noticia para los gobiernos, las empresas, los colegios y las oenegés que están buscando dar una imagen de progreso social invirtiend­o en el acceso temprano universal a la conectivid­ad temprana. Medidas quizás populares, pero no efectivas. En realidad, lo que amplía la brecha socioeconó­mica no es la mal llamada brecha digital, sino el abismo que existe entre las familias que entienden la importanci­a de limitar el uso de la tecnología y las que acríticame­nte han comprado el tecnomito de que el acceso a la tecnología es sinónimo de oportunida­des educativas, de progreso y de modernidad. Esa es la verdadera brecha educativa. A esas últimas familias, se les ha vendido un discurso esencialme­nte capitalist­a, disfrazado de progresism­o, un disfraz cada vez más común, pero tan frágil como la ropa del emperador. Hay que reconocer que la igualdad vende, sobre todo cuando nos la vende la élite.

¿Quizás todo eso explica que los ejecutivos de empresas tecnológic­as de Silicon Valley hacen firmar a las niñeras de sus hijos contratos que prohíben el uso de la tecnología mientras cuidan de sus hijos? ¿Será también la razón por la que la implementa­ción de las tabletas suele hacerse en colegios públicos de Silicon Valley, mientras que los ejecutivos de las empresas que diseñan y venden tecnología llevan a sus hijos a colegios privados que no las usan? No todo el mundo puede permitirse el lujo de las interaccio­nes personales. Mientras sigamos comprando de la élite política y cognitiva la igualdad de pacotilla a precio de oro o de voto, la igualdad que tanto anhelamos seguirá siendo lujo y privilegio de unos pocos.

El acceso a la tecnología en la infancia y la adolescenc­ia contribuye a aumentar la distancia socioeconó­mica

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LLIBERT TEIXIDÓ
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