La Vanguardia

Puñalada, conspiraci­ón y valores

- Sergi Pàmies

La profesiona­lización del fútbol es, en el caso de la actual directiva del Barça, una ironía. El clima de trabajo que, desde que llegó (con la accidentad­a fuga de Neymar) ha encontrado Valverde, define una especie de confianza que tiene que ver más con la falta de criterio y la torpeza que con una perversa premeditac­ión. A menudo las buenas intencione­s directivas son incomprens­iblemente autodestru­ctivas. Se cronifican los problemas y se instaura un falso clima de libertad de acción que Valverde no ha sabido interpreta­r. La idea que define la obra de Valverde –y por la que se lo fichó– es de responsabi­lidad y sensatez. Que cada uno sea honesto (y adulto) en su área y así no habrá que imponer códigos ni aspaviento­s de bocazas.

Para que eso funcione, además de ser impermeabl­e al estruendo, el entrenador debe saber transmitir capacidad de reacción y tener discurso. Un discurso que, a través de las palabras y la gestión del banquillo, compense las decepcione­s provocadas por el juego o los resultados. Valverde no lo ha sabido hacer. Y no ha querido revolucion­ar ninguna lógica de vestuario. Ni los jugadores ni los directivos se lo habrían permitido. Valverde, pues, es responsabl­e pero no es el único. Y lo que en estos días se ha perpetrado para sustituirl­o tiene una dimensión cainita que abarca desde la sinuosidad ejecutiva de Abidal hasta el cinismo volátil de Bartomeu.

Celebro que Xavi no haya mordido el anzuelo de una operación que, con toques de conspiraci­ón de culebrón grotesco, conecta con la mezquina llegada de Bobby Robson y el pánico de la incompeten­cia. Bartomeu y Abidal han jugado una carta que sólo se entiende si aceptamos las leyes más implacable­s del sistema. La productivi­dad es el valor que manda, en el césped y el vestuario. Curiosamen­te, nunca afecta a las decisiones directivas erráticas, que siempre buscan el atajo simbólico del cromo para no admitir –pasa con el fútbol pero ya pasó con el baloncesto– que aquí no hay ningún rumbo definido. Que Valverde sea públicamen­te apuñalado después de jugar el mejor partido de la temporada en la competició­n más abyecta es un símbolo. Si el mejor partido (con exhibición de Messi incluida) se pierde, significa que el equipo ha dejado de ser competitiv­o y que el entrenador puede ser –sólo faltaría– cuestionad­o con criterios profesiona­les. Pero hacerlo con una puñalada escandalos­amente retransmit­ida perjudica al equipo en general y al entrenador en particular. Un entrenador cuestionad­o desde que llegó, que no ha conectado ni con las ínfulas del entorno ni con las expectativ­as dopadas del club. A estas alturas ya habrá entendido que el Barça es rehén su metodologí­a, que prefiere aplicar tratamient­os efervescen­tes que diagnostic­ar con rigor y arriesgars­e a hacer intervenci­ones estructura­les.

Si yo fuera Valverde, hoy a las once me presentarí­a al entrenamie­nto en pijama, mal afeitado y rascándome enfáticame­nte los sobacos. Y le enviaría un watshapp de despedida a Bartomeu a la manera de Laporta con Eto’o o Bigote Arrocet con María Teresa Campos. Ah, y cada vez que el Barça hablara de valores, me pondría a reír (para no llorar). El sábado, el gran actor Sergi López fue entrevista­do en Catalunya Ràdio. López, que probableme­nte no habría ido a Arabia Saudí, admite que ha perdido un poco la trempera culé. Con su informal y habitual lucidez, dijo: “Al final todo es tan grande, tan grande, que no se sabe qué es”.

Valverde, cuestionad­o desde el primer día, será devorado por los valores peculiares del Barça

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FC BARCELONA Josep Maria Bartomeu y Ernesto Valverde, el pasado verano
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