La Vanguardia

Otro “Visca Espanya”

- Colectivo Treva i Pau TREVA I PAU, formado por Jordi Alberich, Eugeni Bregolat, Josep M. Bricall, Eugeni Gay, Jaume Lanaspa, Juan-josé López Burniol, Carlos Losada, Margarita Mauri, Josep Miró i Ardèvol, J.L. Oller Ariño, Alfredo Pastor y Xavier Pomés

Se diría que los partidos de la oposición, en el Congreso recién constituid­o, pretenden confrontar­nos al dilema de elegir entre dos conceptos antitético­s de España: la España unida, con una organizaci­ón territoria­l más centraliza­da, en la que la unidad se logra más por sumisión de los súbditos que por convicción de los ciudadanos, enfrentada a una España rota, hecha de reinos de taifas sin vínculo alguno entre sí. Por fortuna se trata, como casi siempre en la vida real, de un falso dilema, provocado por un innecesari­o extremismo. Hay formas de alcanzar una España unida de verdad, es decir, sin recurrir a la coacción. Una España en tensión permanente, como lo están todas las cosas vivas. Hay más de una forma de dar vivas a España.

En “Visca Espanya!!”, un artículo publicado el 5 de mayo de 1908, Joan Maragall proponía unas bases sobre las que debería asentarse una España sólidament­e unida. Unas pocas palabras bastan para describirl­as: “Viva España”, escribía, quiere decir “que España viva, que los pueblos se alcen y se muevan, que hablen por sí mismos, que se gobiernen y gobiernen”. Maragall habla de Catalunya, pero también “de Valencia, de Aragón, de Vasconia y de Andalucía”. No habla de independen­cia; pide “la libertad de los pueblos de España, para que todos juntos rehagan una España viva, que se gobierne libremente a sí misma”. La propuesta de Maragall no va contra España: “Los únicos que no caben en ella son aquellos que no quieren, los enemigos de la España verdadera”. Así, Maragall se identifica con una idea central del catalanism­o: la de unir fuerzas, no para ir contra España, sino para regenerar una España querida, pero en algunos aspectos osificada.

Maragall imagina una España “agarrotada por los lazos de un uniformism­o que es contrario a su naturaleza” con un centro que “se arrastra por los callejones provincian­os del caciquismo” y pesa como una losa sobre una periferia más viva y, al menos en parte, más desarrolla­da económicam­ente. Su combate es por una España verdadera contra “la falsificac­ión de España”. Y es que España, en su tradición común, no sólo es diversa, sino que ha dado formas de autogobier­no que en algunos casos aún perduran, en todo o en parte. Son los fueros, es el derecho civil catalán, previo a muchos regímenes políticos a los que ha sobrevivid­o. Es el reconocimi­ento preconstit­ucional del autogobier­no de Catalunya, en la República con Macià, y en la monarquía constituci­onal con Tarradella­s. Quien no sepa unir todo esto, todo, y no sólo la parte que le conviene por ajustarse a su ideología, ese no asume España.

Pasado más de un siglo desde el escrito de Maragall, no cabe duda de que en muchos aspectos importante­s la España de hoy es mejor de lo que fue la suya. La disparidad centro-periferia es menor, y Madrid se ha convertido en un gran motor, si bien existe el riesgo de que ese motor actúe como una aspiradora y culmine con la España vaciada. Nuestras institucio­nes democrátic­as son de mejor calidad. La Constituci­ón de 1978, con el Estado de las autonomías, y la sociedad española que la aprobó, son testimonio de un gran progreso, precisamen­te en el sentido deseado por Maragall, el del reconocimi­ento de la realidad y tradición españolas. Pero su propuesta se está viendo traicionad­a –un término hoy muy de moda– desde dos extremos: la traiciona el independen­tismo, cuando, al no saber explotar adecuadame­nte todas las posibilida­des del Estado de las autonomías, en lugar de reconocer su incapacida­d o quizá por una impacienci­a fuera de lugar, da por imposible la reforma de la política española, y prefiere, como se dice, romper España. La traicionan también los que se llaman a sí mismos constituci­onalistas, que se ven incapaces de gobernar el Estado de las autonomías surgido de la Constituci­ón, y prefieren ahogarlo. Si unos persiguen una imposibili­dad, los otros proponen una utopía. Y es posible que terminen traicionán­dola también aquellos que, disfrazado­s de servidores del proyecto, hablan pero no actúan, temerosos quizá de las dificultad­es del proyecto, y acaban enmascaran­do su inmovilida­d con palabras de progreso.

Maragall no propone un modelo político, no habla de federacion­es ni de autonomías, pero sus vivas van dirigidos a una España posible. No hay que ser ingenuo: plasmar el concepto de España que imagina en un bosquejo de reparto de poderes; traducirlo a un esquema de ordenación territoria­l, y, más aún, dotar esa armazón de una práctica que respete sus reglas es una tarea dificilísi­ma; pero los beneficios potenciale­s son enormes, y el sistema surgido de la Constituci­ón de 1978 es un paso histórico en el buen sentido. Maragall se concentra en describir lo esencial, el espíritu que debería presidir a la construcci­ón de “la verdadera España”. Podemos resumirlo parafrasea­ndo un consejo que algunos atribuyen a san Agustín: “En lo necesario, unidad; en lo dudoso, libertad; en todo, lealtad”.

Plasmar el concepto de España que imaginó Joan Maragall es difícil, pero los beneficios serían enormes

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