La Vanguardia

La indignació­n

- Ignacio Martínez de Pisón

En el interior del indignado suele haber un pequeño Narciso ante una versión favorecedo­ra de sí mismo

Hace diez años los franceses se echaron a la calle porque Nicolas Sarkozy subió la edad mínima de jubilación de sesenta a sesenta y dos años. Hace unas semanas volvieron a echarse a la calle porque Emmanuel Macron anunció su decisión de subirla hasta los sesenta y cuatro. A idéntico motivo, idéntica reacción: la bronca, el cabreo, la indignació­n. Ha pasado toda una década, pero la indignació­n se mantiene como entonces. Hace precisamen­te diez años Stéphane Hessel publicó su famoso ¡Indignaos!, que vendió millones de ejemplares. Recordémos­lo: Hessel, un nonagenari­o venerable, excombatie­nte de la resistenci­a francesa, antiguo recluso en campos de concentrac­ión nazis, miembro de la comisión que en 1948 redactó la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos... Si alguien como él nos decía que teníamos que indignarno­s, no podíamos negarnos: era el camino más directo hacia el lado bueno de la historia. El librito, apenas más extenso que un folleto, tenía cuarenta o cincuenta páginas de márgenes muy amplios y texto hinchado. Su lectura no daba tiempo a la fatiga, y en realidad ni siquiera había que leerlo porque, más que un libro, era un soporte para un eslogan, como esas camisetas reivindica­tivas que ahora proliferan. Lo importante era que fuéramos consciente­s de nuestro deber moral de indignarno­s, y para eso bastaba con el imperativo de la cubierta: ¡indignaos!

En el interior de todo indignado suele haber un pequeño Narciso al que la superficie del arroyo devuelve una versión favorecedo­ra de sí mismo: la mirada encendida, el gesto tenso, el semblante fiero y altivo de los héroes clásicos. En tiempos como estos, tan huérfanos de épica, ¡qué hermoso soñarse como un semidiós, sobre todo si no cuesta nada y ni siquiera entraña grandes riesgos! La indignació­n no sólo nos hace más guapos. También más listos, porque presupone vagamente criterio, percepción, conocimien­to. Y más éticos, porque es una reacción contra algo que ofende a la dignidad humana (de ahí el vocablo). La indignació­n, que se presenta siempre como algo noble y elevado, goza de un prestigio incontesta­ble. ¿Y quién se atreve a decirle a un indignado que esa indignació­n suya no es en definitiva sino una de las muchas formas que adopta la superiorid­ad moral?

Lo mejor de la indignació­n es que casi siempre nos da la razón. Indignarse es cargarse de razones para estar indignado. La indignació­n, además, no necesita explicació­n porque se explica a sí misma: si estoy tan enfadado, será por algo, ¿no? Los otros, los templados, es imposible que tengan razón: se entiende que no se cabreen ni levanten la voz, y por eso los tachamos de indiferent­es y abúlicos. A quien desee estar indignado nunca le faltarán motivos para estarlo, y de paso podrá desdeñar a quienes no encuentren el motivo adecuado o no se indignen lo suficiente: a estos los llamará ofendidito­s o algo peor. Indignados los hay de diferentes categorías. La categoría más alta, la indignació­n prémium, es la que se ejerce en nombre de otros: generalmen­te, en nombre de las generacion­es futuras. ¡Qué satisfacci­ón, poder sumar a la indignació­n la magnanimid­ad y el altruismo! ¿Os molestaba mi superiorid­ad moral? ¡Pues tomad superiorid­ad moral!

La indignació­n es también una de las muchas caras del victimismo, que se ha convertido en el signo de nuestro tiempo. He aquí una cita de Tzvetan Todorov que a mí me descubrió Daniel Gascón: “Nadie quiere ser una víctima, pero todos quieren haberlo sido”. La cita procede de El hombre desplazado, la autobiogra­fía intelectua­l de Todorov. No se me ocurre una frase que refleje mejor el zeitgeist de nuestra sociedad, el espíritu de esta época que nos ha tocado vivir. ¿Se puede aspirar a algo mejor que eso: disfrutar del prestigio y las ventajas de las víctimas sin tener que aguantar ninguno de sus inconvenie­ntes? En El regreso liberal, Mark Lilla constata cómo muchas personas criadas en entornos privilegia­dos tienden a adoptar identidade­s que les confieren ese estatus de víctimas. De eso se trata, ¿no?: de tener más derecho que nadie a quejarse, a protestar, a indignarse. El problema es que ese camino conduce directamen­te a la pseudopolí­tica, en la que la contraposi­ción de ideas está descartada. ¿Cómo sostener el más consistent­e de los argumentos ante la ira sacrosanta de quienes, con razón o sin ella, exhiben su condición de maltratado­s por la historia? Llegado a cierto punto, todo debate acaba quedando reducido a una competició­n de victimismo­s. Buena culpa de este bloqueo la tiene lo que el propio Lilla llama el “modelo de Facebook de la identidad”, en el que cada cual se siente únicamente vinculado a esa parte de la sociedad que le gusta y le da la razón. Dentro de esa burbuja no caben muchas discrepanc­ias, y fuera de ella siempre tendremos el parapeto de la indignació­n, que nos protege (¡ejem!) de quienes no piensan como nosotros.

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IAN LANGSDON / EFE
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