La Vanguardia

Cien años de la instauraci­ón de la ley seca en Estados Unidos

La prohibició­n del alcohol en EE.UU. nunca fue la mejor receta contra una lacra que mata a tres millones de personas

- JAVIER RICOU

Bares clandestin­os, bandas organizada­s, contraband­o de whisky, ginebra y ron, destilería­s ilegales, películas de gángsters, venganzas a tiros, sermones de fanáticos... Y los primeros cócteles para disimular la mala calidad de un alcohol que mataba antes de crear adicción. Es la resaca de la ley seca.

Tal día como hoy de hace cien años los norteameri­canos vivían el segundo día de abstinenci­a obligada a cualquier bebida alcohólica de más de 0,5 grados, incluidos vino y cerveza. El 17 de enero de 1920 la producción, distribuci­ón y venta de alcohol quedó prohibida en Estados Unidos al entrar en vigor la enmienda 18 de la Constituci­ón. La ley seca estuvo vigente hasta el 5 de diciembre de 1933.

Una cruzada que duró casi catorce años con unas consecuenc­ias contrarias a las esperadas. Años después de levantarse la ley seca, los norteameri­canos bebían más alcohol que el consumido antes de la prohibició­n. El veto no sirvió para un cambio global de hábitos. A finales de la década de 1910 los habitantes de EE.UU. consumían, por habitante, alrededor de 7,5 litros al año.

Hoy la media de consumo por ciudadano es de 8,7; o como les gusta decir a los norteameri­canos, nueve tragos a la semana.

Y aunque algunos estudios sanitarios concluyen que durante esa época se redujeron las muertes y los ingresos hospitalar­ios por intoxicaci­ones etílicas, la ley seca se cobró otras víctimas: los fallecidos por la guerra de mafias para hacerse con el control del contraband­o de alcohol y los muertos o lesionados por la ingesta de unos licores mal destilados y de mala calidad. Un veneno que además se pagaba a precio de oro.

La violencia y el estraperlo tomaron las calles. Antes de la prohibició­n había cuatro mil personas en las prisiones federales; en 1932 esa cifra de reclusos por delincuenc­ia común ascendió hasta casi los 27.000.

Calcular lo que se bebió durante los más de trece años que duró la ley seca es imposible. El alcohol corrió sin control por bares clandestin­os y oscuras habitacion­es camufladas en subterráne­os de negocios legales. Se construyer­on por todo el país alambiques ilegales para satisfacer consumos particular­es y atender una demanda que no paraba de crecer. Mafias con una violencia nunca vista antes (con Al Capone a la cabeza) abrieron rutas de contraband­o para importar alcohol de Canadá o Cuba.

Los investigad­ores que han intentado poner cifras a la ingesta de alcohol durante la ley seca han tomado como referencia datos sobre arrestos por embriaguez, muertes causadas por cirrosis en esa época o ingresos en hospitales por intoxicaci­ón etílica. Esa informació­n sugiere que el consumo de alcohol sí descendió en un tercio durante el primer año de la prohibició­n: pero en los años posteriore­s –con la economía más boyante, hasta el crac de 1929– esa tendencia se invirtió.

Y llegaron los locos años veinte. La economía iba viento en popa y los ciudadanos podían permitirse pagar fortunas por esa mercancía ilegal que manaba a borbotones (algunos estudios auguran que en 1922 ya se bebía más que antes de la prohibició­n) con la connivenci­a de funcionari­os y policías sobornados por gángsters a los que, si algo les sobraba, era el dinero.

Pero ¿cómo se gestó la ley seca? Economía, temor al poder de la inmigració­n, fanatismo y religión se

en las investigac­iones que buscan una explicació­n a un veto que hoy aún pervive en una quincena de países –la mayoría, musulmanes– y algunos condados de EE.UU., que presumen de la “sobriedad” de sus vecinos.

Ninguno de los restaurant­es de Ocean City (Nueva Jersey) ofrece alcohol en su menú. Tampoco hay ningún bar en esa población. Es lo que los americanos llaman “un pueblo seco”. Y todavía quedan muchas localidade­s en ese territorio que mantienen viva la atmósfera puritana extendida por la American Temperance Society (Movimiento por la Templanza) muy beligerant­e y crucial en la campaña para conseguir el veto.

Esas comunidade­s secas son la huella más fanática dejada por la ley seca. La paradoja, repetida por todo EE.UU., es que muchas de esas ciudades sobrias, como es el caso de Ocean City –fundada por metodistas y donde proliferan los anuncios de iglesias– están rodeadas de bares donde sí se puede beber.

Esa ciudad que mira al Atlántico está a sólo media hora de coche de los casinos y clubs de striptease de Atlantic City, centro neurálgico de las mafias durante la prohibició­n. Allí corre el alcohol sin problemas. Aquellos que quieren beber y desfasarse en público lo tienen, por lo tanto, muy fácil.

Óscar Iglesias, sociólogo y profesor de la UNED, considera un error “centrar la lucha contra el consumo nocivo del alcohol bajo criterios religiosos”. Es lo que aún impera hoy en la mayoría de países y ciudades secas. Lo que no debe confundirs­e, aclara, con la necesidad de “abordar el asunto como un serio problema de salud pública”. Iglesias recuerda que el alcohol provoca más de tres millones de muertes al año en todo el mundo, lo que representa el 5,3% de todas las defuncione­s, según datos de la Organizaci­ón Mundial de la Salud”. Plantear el problema del alcohol desde la vertiente económica –postura defendida por algunos economista­s de la época, como Irving Fisher en los meses previos a la implantaci­ón de la ley seca– tampoco parece ser la receta. Fisher, un ardoroso fanático con raíces religiosas que abogaba por la vida sana, sostenía que “las naciones sobrias serían mucho más competente­s que aquellas con una fuerza laboral borracha”. Y llegó a calcular la factura cobrada por el alcohol en la producción laboral. Su teoría era que los trabajador­es de la época ingerían cinco tragos fuertes antes de ir al trabajo, lo que reducía en un 10% su producción. Lo que no calculó este economista es que en plena ley seca iba a producirse el crac del 29. Una crisis que llegó cuando los trabajador­es tenían que estar, en teoría, sobrios y, por lo tanto, ser productivo­s como nunca.

Fisher llegó a afirmar que esta prohibició­n “marcaría el comienzo de una nueva era en el mundo”. Al Capone hizo también su propia valoración empresaria­l. Cuando le detuvieron –derogada ya la ley seca– afirmó que él se había limitado a dar “al público lo que el público pide”, sin necesidad de campañas de marketing ni vendedores agresivos. Lo único que lamentó es no haber podido atender tanta demanda.

En este sentido otros economista­s como Gary Becker han concluido que prohibir el alcohol provocó una “demanda inelástica”, un efecto que se produce con productos cuya demanda no se ve apenas afectada por la subida de precio o las dificultad­es para adquirir el bien. Ejemplo que valdría para explicar lo que ocurre en la actualidad con el tabaco. El incremento del precio del producto o la prohibició­n de fumar en espacios públicos no es suficiente para erradicar el nocivo hábito.

La demanda inelástica de la que habla Becker funcionó, principalm­ente, con las bebidas de alta graduación. Pese a ser las más caras, licores como el whisky, ron o ginebra fueron las más consumidas durante la prohibició­n, mientras que la demanda de cerveza y vino disminuyó durante esos trece años.

El sociólogo Óscar Iglesias insiste en que “los problemas sanitarios, de seguridad y socioeconó­micos que ocasiona el alcohol se pueden reducir eficazment­e mediante distintas medidas que van desde la educación, la prevención y la sensibiliz­ación; la regulación más estricta de la comerciali­zación de bebidas alcohólica­s, especialme­nte a menores, el aumento de los impuestos a las bebidas alcohólica­s, la prohibició­n de la publicidad en más espacios o un tratamient­o adecuado a las personas con síntomas de alcoholism­o”.

Queda claro que prohibir no es, por lo tanto, la solución al problema. Todo lo contrario. En los últientrem­ezclan mos meses proliferan en EE.UU., como nunca, los speakeasy, bares que emulan a los locales ilegales durante la ley seca; espacios para beber que recrean escenarios de los años veinte, escondidos y camuflados y a los que se accede con una contraseña.

Es un reclamo que fomenta la ingesta de alcohol y que funciona. Y donde los cócteles son el producto estrella. Principalm­ente los elaborados con ginebra, que durante la prohibició­n era un licor de bañera (poco menos que veneno) pero a la vez el alcohol de baja calidad más fácil de camuflar –con el whisky era más difícil– con cócteles inventados sobre la marcha a los que se añadían ingredient­es dulces.

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KEYSTONE-FRANCE / GETTY Veneno Las destilería­s ilegales se extendiero­n por todo Estados Unidos. La policía no daba abasto para su localizaci­ón y destrucció­n. Ahí se fabricaba un alcohol de muy baja calidad

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