La Vanguardia

Irán, cuarenta años en guerra

- Ramon Aymerich

El 26 de abril de 1986, en el transcurso de un test de seguridad en la nuclear de Chernóbil, unos ingenieros desestabil­izaron uno de los cuatro reactores de la central. El reactor explotó y lanzó a la atmósfera toneladas de material radiactivo en forma de vapor y de un incendio que tardó nueve días en ser contenido. Chernóbil, situado en el norte de Ucrania, fue el accidente nuclear más grave de la historia. Pero durante meses las autoridade­s soviéticas escondiero­n la gravedad del accidente y sus efectos en la salud de la población.

Chernóbil fue una catástrofe ambiental y sanitaria (30 muertes de manera inmediata, 4.000 a largo plazo) con importante­s repercusio­nes políticas. Dicen que la pésima gestión del accidente aceleró el fin de la Unión Soviética. Segurament­e pesó tanto o más que la guerra de Afganistán, de donde los rusos marcharon con el rabo entre las piernas y de manera silenciosa en 1989 con 15.000 bajas y la moral por los suelos. Pero Chernóbil fue el momento en que Mijaíl Gorbachov y la élite reformista soviética se dieron cuenta de que el sistema era inviable. Respondier­on con transparen­cia (glasnost ) en un intento por dejar entrar aire fresco en el edificio. Pero ya era demasiado tarde y la URSS desapareci­ó cinco años más tarde.

Las autoridade­s soviéticas cometieron dos grandes pecados. Mentir y mostrar su incompeten­cia. Ocultaron el accidente tanto como pudieron, y las decisiones que tomaron como respuesta fueron equivocada­s. Expusieron sus debilidade­s y perdieron la credibilid­ad. Todo el mundo entendió que la tecnología de la central era obsoleta y peligrosa.

Mucha gente se pregunta ahora si Irán se encuentra en su momento Chernóbil ,el punto de no retorno que precede a los grandes cambios. El pasado 8 de enero, un misil de la defensa antiaérea iraní abatió por error un avión con 176 civiles a bordo al confundirl­o con un proyectil americano. Las autoridade­s negaron los hechos durante tres días. Y la mentira indignó a los iraníes. No sólo por la frialdad hacia las víctimas, sino también por la sensación de incompeten­cia que mostraba un estamento militar que siempre había convocado a los iraníes a la guerra.

¿Son suficiente­s la mentira y la incompeten­cia para tumbar un régimen que vive aislado del mundo desde hace 40 años? Segurament­e no. Hay otro factor en juego, la presión americana. En los años ochenta, la URSS era un país con una economía exhausta por la carrera armamentís­tica que había emprendido Ronald Reagan y que obligó a los rusos a dedicarle muchos recursos. Irán también es hoy un país económicam­ente devastado por la agresiva política americana tanto económica (las sanciones) como militar (la reciente muerte por un dron del general Qasem Soleimani). Pero paradójica­mente, Estados Unidos es el principal elemento de cohesión de la sociedad iraní.

Irán y Estados Unidos son dos mundos culturalme­nte lejanos. Una mayoría de los iraníes odia a América. La consideran culpable de todos los males. Especialme­nte de la carnicería que supuso la guerra entre Irán e Irak (1980-1988), donde este país utilizó armas químicas suministra­das por los americanos. La guerra, larga y cruel, dejó un millón de muertos y centenares de miles de discapacit­ados. La generación de Guardianes de la Revolución que sobrevivió a aquel trauma tejió en años posteriore­s una red de “filiales” armadas en países de Oriente Medio con el objetivo de “defenderse de América”. Esa política convirtió el país en uno de los gendarmes de la región, y a Soleimani, en la última encarnació­n del gran guerrero persa.

En Estados Unidos, para la generación de altos funcionari­os que tiene más de 60 años, Irán es una cruz que cargan con resignació­n. Recuerdan la humillació­n por la caída del sha y la revolución islámica de 1979. Recuerdan la ocupación de la embajada americana en Teherán durante 444 días, donde los estudiante­s hicieron rehenes a 66 ciudadanos americanos. Irán ha sido para EE.UU. la representa­ción del mal (como lo fue también la URSS). Y el presidente Jimmy Carter, el hombre que tuvo que gestionar tan larga ocupación, la imagen de una debilidad que no se puede volver a repetir. Y eso es lo que hace Donald Trump: mostrarse como un hombre resolutivo.

Irán es una teocracia. Pero no es un país monolítico. Lo es menos que lo era la Unión Soviética en los años ochenta, entre otras cosas porque las comunicaci­ones permiten más contactos con el exterior. Pero el coste de la disidencia es alto. Cuando acabó la guerra Irán-irak, el régimen ejecutó a miles de personas. En 1999, las autoridade­s respondier­on con miles de detencione­s a las protestas favorables a las reformas. En el 2009, miles de personas volvieron a salir a la calle para protestar contra la victoria de Mahmud Ahmadineya­d por sospechas de fraude. El régimen respondió con miles de detenidos y una veintena de muertos. Últimament­e, las protestas por el estado de la economía han sido constantes. Las más multitudin­arias tuvieron lugar el pasado mes de noviembre y acabaron con más de 300 muertos, según organizaci­ones internacio­nales. El movimiento reformista iraní es muy débil. Y la cúpula del régimen, a pesar de la existencia de facciones, no presenta grietas. No hay un Gorbachov dispuesto a llevar el país hacia ninguna parte. Y difícilmen­te lo habrá mientras Estados Unidos continúe con la estrategia de máxima presión que practica desde que Trump accedió a la Casa Blanca. La República Islámica se constituyó hace más de 40 años. Desde aquel día Irán ha sido una sociedad fortificad­a. Cuando no ha estado en guerra, los iraníes han sido llamados a estar vigilantes. Y la guerra parece, hoy por hoy, el único horizonte mental de los ayatolás y de los Guardianes de la Revolución.

¿Son suficiente­s la mentira y la incompeten­cia para tumbar un régimen aislado del resto del mundo?

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EBRAHIM NOROOZI / AP El abatimient­o por error con un misil de un avión con 176 civiles a bordo ha indignado a los iraníes
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