San Francisco: entre dos puentes
Los contrastes entre modos de vida de los habitantes de la ciudad de San Francisco son tan pronunciados como las pendientes de sus calles
Qué imaginamos antes de llegar a un lugar en el que no hemos estado nunca? ¿No elegimos muchas veces nuestros destinos por lo que nos han contado de ellos o a causa de nuestras expectativas? Si el destino es poco conocido, nuestra fantasía vuela con mayor libertad aunque, sin duda, fabrica ideas que no pueden ser más que preconcebidas. Si el punto de llegada es popular, si ha sido escenario o tema de innumerables películas, carteles y canciones, si se ha hecho famoso por causas tan diversas como ser uno de los sitios de mayor apertura sexual, ideológica, espiritual o artística, como ocurre con la ciudad de San Francisco, entonces es probable que haya una idealización.
Llegué un sábado al mediodía y fui directa al hotel Des Arts, en la calle Bush, donde me recibió Ceci, una recepcionista que se iba a convertir en fuente de inspiración para las muchas caminatas que iba a realizar. Justo en la esquina estaba la puerta de entrada a Chinatown, barrio que aproveché tras dejar la mochila y lavarme las manos para ir a zamparme unos dimsum. Y de ahí, primer paseo hasta el Bay Bridge –uno de esos dos puentes que parecen ser columnas de la ciudad–, el embarcadero, la zona portuaria. Miraba hacia arriba, a los sorprendentes rascacielos que mezclan la factura clásica con la actual, y hacia los lados, poblado de personajes pintorescos, ya fuese músicos callejeros, gente con indumentarias exóticas, altos ejecutivos enganchados a sus auriculares inalámbricos. A mi regreso al hotel, la fábula sanfranciscana seguía intacta. Era un lugar moderno y variopinto.
Con el jet lag que es habitual en mi existencia desde que partí de Barcelona hace más de año y medio, me desperté cuando la ciudad todavía dormía. Decidí salir a caminar después de un horrible desayuno –ahí el Des Arts pincha– con un esquema aproximado al del caballo en el ajedrez: dibujé cuatro manzanas para un lado, siete en vertical, y cuatro más. Me encontré caminando por la calle Market. Domingo. Ocho de la mañana. Todo cerrado. Arrinconada en un portal, una joven pinchándose. Un poco más allá, un chico fumándose un chino. La impresión fue la de avanzar por un escenario de rodaje de alguna película de zombis: todos los que me rodeaban eran indigentes. Marginados. Todos. No exagero. Idos, vestidos con harapos, sucios y malolientes, arrastrando los pies, gritando lo que me parecieron insensateces. ¿Volvía atrás? ¿Continuaba? ¿Tan mala idea había sido caminar al azar por el centro? Justo cuando ya iba a retirarme, distinguí un camión de la policía. Quién me iba a decir que sería un alivio. Lo fue. Había pasado una hora y los ciudadanos de la fábula sanfranciscana empezaban a aparecer. Mercado callejero, hermoso edificio de la Biblioteca Pública, bonita plaza frente al Ayuntamiento, visita al impresionante museo de Asia y, a la salida, extensión de la fantasía: un festival abierto a todo el mundo, música, banderas de arco iris, propuesta de baile colectivo, yoga gratuito y una furgoneta de meditación móvil a la que entré maravillada. Me venía bien: quince minutos en una cabina oscura con auriculares y música producida con palos de bambú.
Le pregunté a Ceci: hay unas tres mil personas sin casa en San Francisco. Antes estaban en un campamento; el Gobierno lo desmanteló, y ahora circulan por la ciudad sin sitio fijo. Es así. El máximo consumo junto a la más profunda carencia. Recuerdo Austin: mismo esquema a pequeña escala. ¿Qué estamos haciendo?
Decidí retrasar una hora mi salida por las mañanas. Y suspender de un espacio consciente la indignación y el dolor. Saber sin juzgar. En ningún momento sentí miedo. Sí mucha pena, y con ella conviví.
Por supuesto que ya en los primeros días caminé todos los kilómetros que me separaban del Golden Gate y que de camino hacia allá visité el barrio italiano y vi la isla donde se erige la simbólica Alcatraz. Llegué acalorada al
puente rojo, que todavía estaba medio tapado por la niebla matutina, en una imagen fantasmagórica que se fue difuminando a medida que subía el sol. La vista de la bahía desde allí me pareció impresionante. Fui, como digo, caminando, pero los carriles habilitados para bicis son estupendos y la gente los utiliza para correr también. A la vuelta aproveché para pasearme por el Presidio, una zona históricamente fortificada desde que en 1776 los españoles colocaran allí un centro militar que pasó después a manos mexicanas y finalmente a manos de Estados Unidos en 1847. Ahora es una zona de recreo al aire libre –hay hasta un campo del golf–, y en las inmediaciones pude ver dónde habitan las personas que tienen un poder económico para mí inimaginable.
Si no se quiere caminar, San Francisco está muy bien comunicada por autobuses y tranvías –algunos conservan su aspecto antiguo y dan a la ciudad un toque retro y nostálgico–. Justo uno de esos días, a causa del frío paralizante, decidí renunciar a mi costumbre de caminarlo todo y me subí a un autobús para ir hasta la playa, junto al Golden Gate Park, un barrio que sin duda responde a nuestro imaginario, de casas bajas, de dos plantas o máximo tres, de distintos pálidos colores, de madera, con la escalera de incendios por fuera, de calles anchas y solitarias que suben y bajan tapando el horizonte.
Ya me había ocurrido de camino al Golden Gate Bridge, en la otra punta: el olor a eucaliptus. Lo mismo en el gigantesco Golden Gate Park, con sus bosques llenos de mapaches y ardillas y lagos por donde nadan a sus anchas patos verdes de pico amarillo. Algún cartel advierte también de la reciente aparición de coyotes y aconsejan no acercarse a ellos. No vi ninguno.
El regreso sí lo hice a pie y me tropecé con el museo de Bellas
En la ciudad se mezcla el máximo consumo con la más profunda carencia: hay muchas personas sin casa