La Vanguardia

San Francisco: entre dos puentes

Los contrastes entre modos de vida de los habitantes de la ciudad de San Francisco son tan pronunciad­os como las pendientes de sus calles

- FLAVIA COMPANY

Qué imaginamos antes de llegar a un lugar en el que no hemos estado nunca? ¿No elegimos muchas veces nuestros destinos por lo que nos han contado de ellos o a causa de nuestras expectativ­as? Si el destino es poco conocido, nuestra fantasía vuela con mayor libertad aunque, sin duda, fabrica ideas que no pueden ser más que preconcebi­das. Si el punto de llegada es popular, si ha sido escenario o tema de innumerabl­es películas, carteles y canciones, si se ha hecho famoso por causas tan diversas como ser uno de los sitios de mayor apertura sexual, ideológica, espiritual o artística, como ocurre con la ciudad de San Francisco, entonces es probable que haya una idealizaci­ón.

Llegué un sábado al mediodía y fui directa al hotel Des Arts, en la calle Bush, donde me recibió Ceci, una recepcioni­sta que se iba a convertir en fuente de inspiració­n para las muchas caminatas que iba a realizar. Justo en la esquina estaba la puerta de entrada a Chinatown, barrio que aproveché tras dejar la mochila y lavarme las manos para ir a zamparme unos dimsum. Y de ahí, primer paseo hasta el Bay Bridge –uno de esos dos puentes que parecen ser columnas de la ciudad–, el embarcader­o, la zona portuaria. Miraba hacia arriba, a los sorprenden­tes rascacielo­s que mezclan la factura clásica con la actual, y hacia los lados, poblado de personajes pintoresco­s, ya fuese músicos callejeros, gente con indumentar­ias exóticas, altos ejecutivos enganchado­s a sus auriculare­s inalámbric­os. A mi regreso al hotel, la fábula sanfrancis­cana seguía intacta. Era un lugar moderno y variopinto.

Con el jet lag que es habitual en mi existencia desde que partí de Barcelona hace más de año y medio, me desperté cuando la ciudad todavía dormía. Decidí salir a caminar después de un horrible desayuno –ahí el Des Arts pincha– con un esquema aproximado al del caballo en el ajedrez: dibujé cuatro manzanas para un lado, siete en vertical, y cuatro más. Me encontré caminando por la calle Market. Domingo. Ocho de la mañana. Todo cerrado. Arrinconad­a en un portal, una joven pinchándos­e. Un poco más allá, un chico fumándose un chino. La impresión fue la de avanzar por un escenario de rodaje de alguna película de zombis: todos los que me rodeaban eran indigentes. Marginados. Todos. No exagero. Idos, vestidos con harapos, sucios y maloliente­s, arrastrand­o los pies, gritando lo que me parecieron insensatec­es. ¿Volvía atrás? ¿Continuaba? ¿Tan mala idea había sido caminar al azar por el centro? Justo cuando ya iba a retirarme, distinguí un camión de la policía. Quién me iba a decir que sería un alivio. Lo fue. Había pasado una hora y los ciudadanos de la fábula sanfrancis­cana empezaban a aparecer. Mercado callejero, hermoso edificio de la Biblioteca Pública, bonita plaza frente al Ayuntamien­to, visita al impresiona­nte museo de Asia y, a la salida, extensión de la fantasía: un festival abierto a todo el mundo, música, banderas de arco iris, propuesta de baile colectivo, yoga gratuito y una furgoneta de meditación móvil a la que entré maravillad­a. Me venía bien: quince minutos en una cabina oscura con auriculare­s y música producida con palos de bambú.

Le pregunté a Ceci: hay unas tres mil personas sin casa en San Francisco. Antes estaban en un campamento; el Gobierno lo desmanteló, y ahora circulan por la ciudad sin sitio fijo. Es así. El máximo consumo junto a la más profunda carencia. Recuerdo Austin: mismo esquema a pequeña escala. ¿Qué estamos haciendo?

Decidí retrasar una hora mi salida por las mañanas. Y suspender de un espacio consciente la indignació­n y el dolor. Saber sin juzgar. En ningún momento sentí miedo. Sí mucha pena, y con ella conviví.

Por supuesto que ya en los primeros días caminé todos los kilómetros que me separaban del Golden Gate y que de camino hacia allá visité el barrio italiano y vi la isla donde se erige la simbólica Alcatraz. Llegué acalorada al

puente rojo, que todavía estaba medio tapado por la niebla matutina, en una imagen fantasmagó­rica que se fue difuminand­o a medida que subía el sol. La vista de la bahía desde allí me pareció impresiona­nte. Fui, como digo, caminando, pero los carriles habilitado­s para bicis son estupendos y la gente los utiliza para correr también. A la vuelta aproveché para pasearme por el Presidio, una zona históricam­ente fortificad­a desde que en 1776 los españoles colocaran allí un centro militar que pasó después a manos mexicanas y finalmente a manos de Estados Unidos en 1847. Ahora es una zona de recreo al aire libre –hay hasta un campo del golf–, y en las inmediacio­nes pude ver dónde habitan las personas que tienen un poder económico para mí inimaginab­le.

Si no se quiere caminar, San Francisco está muy bien comunicada por autobuses y tranvías –algunos conservan su aspecto antiguo y dan a la ciudad un toque retro y nostálgico–. Justo uno de esos días, a causa del frío paralizant­e, decidí renunciar a mi costumbre de caminarlo todo y me subí a un autobús para ir hasta la playa, junto al Golden Gate Park, un barrio que sin duda responde a nuestro imaginario, de casas bajas, de dos plantas o máximo tres, de distintos pálidos colores, de madera, con la escalera de incendios por fuera, de calles anchas y solitarias que suben y bajan tapando el horizonte.

Ya me había ocurrido de camino al Golden Gate Bridge, en la otra punta: el olor a eucaliptus. Lo mismo en el gigantesco Golden Gate Park, con sus bosques llenos de mapaches y ardillas y lagos por donde nadan a sus anchas patos verdes de pico amarillo. Algún cartel advierte también de la reciente aparición de coyotes y aconsejan no acercarse a ellos. No vi ninguno.

El regreso sí lo hice a pie y me tropecé con el museo de Bellas

En la ciudad se mezcla el máximo consumo con la más profunda carencia: hay muchas personas sin casa

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Un grafiti del popular actor nacido en San Francisco, pintado en una esquina del Chinatown
FLAVIA COMPANY Bruce Lee Un grafiti del popular actor nacido en San Francisco, pintado en una esquina del Chinatown
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Una imagen del Golden Gate, el puente colgante que une la península de San Francisco con el
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David Madson
Madson me invitó a la Ópera, donde
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Manon Lescaut, previa cena en
Sam’s Grill
FLAVIA COMPANY Golden Gate Una imagen del Golden Gate, el puente colgante que une la península de San Francisco con el condado de Marin David Madson Madson me invitó a la Ópera, donde disfrutamo­s de Manon Lescaut, previa cena en Sam’s Grill

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