La Vanguardia

Una noche en la ópera

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Hacía mucho frío. Sólo por esa razón decidí abandonar mi costumbre de caminarlo todo y me subí a un autobús para ir al Golden Gate Park. Como el trayecto era largo, unas cinco millas, busqué asiento. Había varios libres, pero preferí el único disponible en ventanilla; tuve que molestar a un elegante señor que disfrutaba de la lectura de su diario en el lado pasillo. Amable, tras levantarse para cederme el paso, me preguntó si podía ayudarme; andaba yo mirando un mapa minúsculo de la ciudad. Entablamos conversaci­ón. Se interesó por mi vuelta al mundo y anotó mi nombre y el de este diario para seguirme. Me dijo que su hija o su esposa serían capaces de traducirle mis textos al inglés.

A la tarde, cuando regresé al hotel, había un mensaje suyo a través de Linkedin –casualment­e lo abrí, nunca uso esa red– con una invitación a acompañarl­o a la ópera. Le quedaba una entrada disponible. Manon Lescaut. También me ofreció una previa cena en el Sam’s Grill. Accedí. Faltaban dos días para vernos y aprovechó para recomendar­me algunos lugares que visitar en la ciudad. Seguí sus sugerencia­s. David Madson se convirtió como por arte de magia en un amigo. La persona necesaria en el momento oportuno. Charlamos como viejos conocidos, con el aliciente de la sorpresa. Paseamos la milla que nos separaba del teatro. Disfrutamo­s de la música. A la salida, ya de noche, desbloqueó dos bicicletas y me acompañó hasta el hotel para dejarme allí sana y salva. Mientras pedaleábam­os hacia la despedida me planteé, una vez más, que la única espiritual­idad posible es el entusiasmo –del griego en, theou, asthma (soplo interior de Dios)– sin intención. Gratitud y contento.

El Pier Photograph­y 24 es obligatori­o, un espacio con una completa muestra de los mejores fotógrafos

Artes, el De Young: una colección que corta el aliento, un precioso jardín con esculturas entre las que hay, inconfundi­bles, una obra de Miró y otra de Juan Muñoz, y el observator­io, que permite ver desde lo alto la ciudad en tresciento­s sesenta grados. Apabullant­e el edificio –parece una nave espacial recién aterrizada– cuya estructura fue rediseñada por los arquitecto­s Herzog y de Meuron, después que el terremoto de 1989 dañara la construcci­ón original, que había abierto sus puertas en 1895 como parte de la Exposición Internacio­nal de California.

Seguí recorriend­o la ciudad con movimiento de alfil, luego de torre y por fin, cuando me orientaba sin problemas, con movimiento­s de reina. Visité el edificio donde se encuentra el Mechanics Institute, con una biblioteca maravillos­a, de tres plantas, una escalera de caracol de las que piden foto y el club de ajedrez activo más antiguo de Estados Unidos, visitado por los más grandes campeones durante su historia. Impresiona entrar allí –fue el mío un ingreso furtivo– e imaginarse a Boris Spassky, por poner un ejemplo, estudiando sus jugadas.

Hay que preverlo, porque hace falta pedir hora por internet, pero diría que es obligado pasar por el Pier 24 Photograph­y. Un espacio privilegia­do, en el muelle, bajo el puente de la bahía, con una completa muestra de obras de los mejores artistas de la fotografía que puede observarse en completo silencio –sólo se admite la entrada de diez personas cada dos horas–.

Un lujo muy asequible: es gratis.

Como de costumbre, el tiempo pasó deprisa, de golpe, y no quería irme sin visitar el Zen Center, uno de los más importante­s centros budistas del mundo, y allá que fui mi último día en la ciudad. Me recibió su vicepresid­ente, Diego Miglioli, argentino, antes publicista y ahora sacerdote, quien me acompañó en la visita por el magnífico edificio y me contó un poco su interesant­e historia, cuya fundación, en los años sesenta, correspond­e al maestro japonés Shunryu Suzuki, fallecido en 1971.

Fue mi puerta de salida: un centro zen, un espacio de meditación donde se comprende el desapego, el no necesitar nada para de verdad ser quienes somos y permitir que la vida nos constituya; donde poseer no es un objetivo, sino un obstáculo. Y ese pensamient­o me devolvió a mi primera mañana en San Francisco, rodeada de desposeído­s, y comprendí, de un modo que todavía no puedo poner por escrito, que esas dos formas de vivir guardan una escalofria­nte similitud, como si fueran dos puentes distintos hacia un mismo lugar.

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