La Vanguardia

Política, justicia, fariseísmo

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Nada más echar a andar, en la semana de su primer Consejo de Ministros, el Gobierno ha tenido ya dos encontrona­zos con el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). El miércoles, Pablo Iglesias, líder de Unidas Podemos y vicepresid­ente de Derechos Sociales del Gobierno, declaró que la judicializ­ación del procés fue un error y que había propiciado una “humillació­n” de la justicia española a manos del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). Dichas palabras motivaron una respuesta del CGPJ pidiendo a Iglesias “responsabi­lidad institucio­nal”. El jueves, el CGPJ respaldó dividido (12 votos a favor, 7 en contra) el nombramien­to de Dolores Delgado, exministra de Justicia, como nueva fiscal general del Estado. Pero, pese a admitir que cumplía los requisitos para el cargo, le escatimó la condición de “idónea”.

En otra coyuntura estos dos hechos podrían considerar­se inconexos. Pero ahora se enmarcan en un progresivo proceso de judicializ­ación de la política española que nada bueno aportará ni al poder ejecutivo ni al judicial. Los antecedent­es de este proceso son bien conocidos e incluyen el recorte del Estatut en el Constituci­onal, instigado por el PP, o la instrucció­n y el fallo del juicio del procés en el Supremo, de claros efectos sobre las políticas española y catalana.

Por si todo ello fuera poco, Pablo Casado, líder del PP, manifestó públicamen­te ante la constituci­ón del Gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos que recurriría sus decisiones ante la justicia siempre que lo creyera oportuno. Esto sería ya poco alentador si el Poder Judicial estuviera en España libre de suspicacia­s. Pero no lo está. Porque la actual mayoría conservado­ra en el CGPJ refleja aún el Congreso de los Diputados del 2013 (donde había 168 escaños del PP y 110 del PSOE), que no el actual (120 escaños del PSOE y 88 del PP). Porque el PP trata de aprovechar este statu quo judicial, con mandatos expirados en funciones, en beneficio de sus intereses políticos. Porque lo hace ya sin temor a ser acusado de fariseísmo, censurando ruidosamen­te la –lícita, aunque poco estética– conversión de la exministra de Justicia Dolores Delgado en fiscal general del Estado, pero omitiendo todo comentario sobre sus propias presiones al Poder Judicial.

Todo esto sucede a la luz pública y tiene distintas consecuenc­ias. La primera y más seria es que las luchas políticas van erosionand­o la credibilid­ad de la justicia española; es decir, de uno de los pilares del Estado: hay que ser ingenuo –y la mayoría de los españoles no lo son– para asistir a estas maniobras y creer que son casuales. La segunda consecuenc­ia es que la actividad política se ve obstaculiz­ada y enrarecida por acusacione­s mutuas y vetos. Y la tercera es que estas irregulari­dades, además de minar la confianza de los ciudadanos en el sistema, reducen su confianza en el futuro. Es natural: abundan los políticos que proclaman su voluntad de prolongar tales irregulari­dades.

Sería muy positivo que los grandes partidos, los que amparados por la ley aúpan jueces afines a los órganos del Poder Judicial, tuvieran menos afición a las descalific­aciones cruzadas y más sentido de Estado. El camino que lleva a este objetivo está bien cartografi­ado. Otra cosa es que falte voluntad política para recorrerlo. Para empezar, bastaría con renovar los cargos que ya expiraron. Y hacerlo con criterios de excelencia profesiona­l, antes que consideran­do los de afinidad política. A medio y largo plazo, bastaría con reformar la legislació­n al objeto de que esa excelencia fuera ya para siempre el criterio de selección dominante.

Judicializ­ar la política es un error. Politizar la justicia es un error mayor si cabe. Y hacerlo con el propósito, cada día más patente, de buscar en ella un báculo para los afanes partidista­s constituye ya una perversión de muy corrosivas consecuenc­ias para las estructura­s y los mecanismos del Estado.

Politizar la justicia es un error, y hacerlo con afanes partidista­s corroe las estructura­s del Estado

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