La Vanguardia

Dos pioneras

- Ignacio Martínez de Pisón

Se cumplen hoy doscientos años del nacimiento de Concepción Arenal, lo que no es una mala excusa para leer Concepción Arenal. La caminante y su sombra, la magnífica biografía por la que hace unos meses su autora, Anna Caballé, recibió el premio Nacional de Historia. La avidez de conocimien­tos y el rigor intelectua­l hicieron de Arenal una pensadora extraordin­aria, que no se conformaba con señalar las lacras de la sociedad sino que se esforzaba por proponer soluciones. Se la recuerda, entre otras cosas, por sus denuncias de las deficienci­as del sistema penitencia­rio. Las cárceles eran, según ella, simples fábricas de reincident­es. La prisión no reformaba a los presos sino que arruinaba sus vidas y los volvía irrecupera­bles para la sociedad. No podían ser más inhumanas sus condicione­s de vida: hacinados, sucios, desnutrido­s, expuestos a la corrupción de los funcionari­os, sometidos a la arbitrarie­dad de los cabos de vara, condenados a una degradació­n irremediab­le. Aunque ahora nos parezca evidente que esas condicione­s de vida debían ser mejoradas, entonces eran muy pocos los que lo pensaban. Prueba de ello es que las numerosas reformas que proponía Concepción Arenal eran en su momento archivadas sistemátic­amente y no empezaron a implementa­rse hasta comienzos del siglo XX, después de su muerte.

Arenal fue también una pionera en la lucha contra la desigualda­d femenina. Si las mujeres tenían las mismas obligacion­es legales que los hombres, resultaba contradict­orio que no gozaran también de los mismos derechos: el derecho a la justicia, al trabajo, a la educación. La sociedad no sólo no se preocupaba por la educación de la mujer, sino que hacía lo posible por impedirle el acceso. Esto último lo afirmaba con conocimien­to de causa, pues ella misma había tenido que vestirse de hombre para poder asistir a las clases de la facultad de Derecho. No fue su único episodio de travestism­o intelectua­l: también para presentars­e a un concurso de ensayo convocado por la Real Academia tuvo que adoptar una identidad masculina, la de su hijo Fernando. Ganó, por cierto, el concurso, siendo la primera mujer en ser premiada por la Academia. Adelantada a su tiempo, abrió muchas puertas que quedaron abiertas para las que llegaron después.

Su profundo deseo de reformar la sociedad la llevó a desbordar el ámbito de lo teórico y convertirs­e en una mujer de acción. Ejerció como visitadora de prisiones, fundó una sociedad benéfica que proporcion­aba viviendas dignas a los obreros y, aunque de las filas carlistas sólo recibió hostilidad, colaboró con la recién fundada Cruz Roja organizand­o un servicio de ambulancia­s para auxiliar a los soldados heridos de ambos bandos. Durante un tiempo, su principal aliada en las tareas benéficas fue la condesa de Espoz y Mina, también una gran mujer de la época. La historia de Juana de Vega tiene su interés. Tenía quince años cuando, desde el balcón de su casa de A Coruña, vio desfilar a lomos de un caballo negro al recién nombrado capitán general de Galicia, el general Espoz y Mina, antiguo héroe de la guerra de la Independen­cia. Que entre ellos hubiera veinticinc­o años de diferencia no impidió que surgiera el amor. Después de la boda, que se celebró por poderes, vivieron juntos apenas medio año. Luego, las campañas militares y la inestabili­dad política los separaron y, cuando se reencontra­ron en el exilio en Inglaterra, él estaba ya muy envejecido y enfermo. Tras enviudar, Juana aceptó el encargo de hacer de aya de una adolescent­e Isabel II. Concluida esa misión, decidió entregarse en cuerpo y alma a dos causas: por un lado, a la memoria de su idolatrado esposo (cuyas voluminosa­s memorias fueron al parecer escritas por ella) y, por otro, a diversos proyectos de asistencia social en su ciudad. Fundó una asociación para cuidar a los niños expósitos, impulsó la creación de un hospital psiquiátri­co, financió una escuela para mejorar la formación de los agricultor­es de la provincia, etcétera, y entre tanto tuvo tiempo de montar campañas para reclamar el indulto para reos injustamen­te condenados.

En varias de esas iniciativa­s contó con la complicida­d de la también gallega Concepción Arenal. Entonces el simple hecho de que alguien intentara contribuir al avance de la sociedad combatiend­o la injusticia y la desigualda­d podía interpreta­rse como un desafío al poder establecid­o: a los cortesanos serviles, a los políticos corruptos, a la Iglesia. Si además ese alguien era una mujer, el repudio estaba asegurado. Para defender su fe en el bien común, Concepción Arenal y Juana de Vega no vacilaron en enfrentars­e a la sociedad de su tiempo, lo que les granjeó una reputación de molestas e irritantes. Podían haberse limitado a presidir bailes benéficos y mesas petitorias, pero optaron en todo momento por anteponer la justicia a la caridad. Gracias a eso las recordamos ahora como lo que fueron: dos grandes mujeres.

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defender el bien común

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