La Vanguardia

Una crisis alemana, un problema europeo

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Annegret Kramp-karrenbaue­r no sucederá a Angela Merkel. La presidenta de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y ministra de Defensa, señalada en el 2018 por Merkel como su favorita para relevarla en la cancillerí­a alemana, anunció ayer que no optará a tal cargo. La causa de esta renuncia, que hace saltar por los aires los planes diseñados por Merkel –canciller desde el 2005–, está en la crisis abierta en la CDU la semana pasada como consecuenc­ia de las elecciones en el land de Turingia. En ellas, se eligió presidente al liberal Thomas Kemmerich, que había obtenido sólo el 5% de los votos, gracias a los apoyos simultáneo­s de la CDU y de los ultraderec­histas de la AFD. Esta conexión fue enérgicame­nte rechazada por Merkel, coherente con su principio de evitar relaciones políticas con la AFD. Luego, las dimisiones se encadenaro­n. Y ayer Kramp-karrenbaue­r anunció su adiós a la posibilida­d de convertirs­e en sucesora de Merkel, figura central de la política europea en los últimos dos decenios.

Las consecuenc­ias de esta crisis política se reflejan, primeramen­te, en Alemania. Pero no sólo es el relevo de Merkel el que se ve afectado. También afloran con más fuerza las diferencia­s entre la CDU y el SPD, socios en la gran coalición que gobierna el país. Ambos partidos, el conservado­r y el socialdemó­crata, han sido hasta la fecha partidario­s de mantener el cordón sanitario que aísla a los ultraderec­histas de la AFD. Pero todo indica que la cohesión respecto a este principio en una formación y en otra es de distinta intensidad. En la CDU hay una corriente más conservado­ra que cuestiona la sistemátic­a negativa de la canciller a coincidir en espacios de poder con la ultraderec­ha. Esta corriente ha podido jugar sus cartas en Turingia, abonando la convergenc­ia con la AFD, acaso con el propósito último de socavar la relación entre los dos socios de gobierno en Berlín. Los efectos inmediatos de ello son la caída de la sucesora de Merkel, a la que se acusa de no haber mostrado la autoridad necesaria para evitar que se contravini­eran las políticas de la ausente canciller, quien considera “imperdonab­le” la connivenci­a con la ultraderec­ha. Otro efecto es un triunfo parcial del ala derechista de la CDU sobre Merkel. La situación no es fácil en este momento para la canciller, que anunció para el 2021 su retirada pero ahora debe empezar a tejer de nuevo la sucesión, y apostar por Armin Laschet –muy próximo a sus políticas integrador­as–, el derechista Friedrich Merz, Markus Söder –que combina las sensibilid­ades conservado­ra y verde– o el pragmático Jens Spahn.

Dicho lo cual, añadiremos que esta crisis no termina en Alemania. Muy al contrario, se inscribe en un debate europeo sobre la convenienc­ia de que los partidos democrátic­os firmen pactos o entren en alianzas, siquiera temporales, con aquellas fuerzas que, de modo más o menos explícito, sienten nostalgia o cierta sintonía con regímenes autoritari­os de antaño. Con esos regímenes que, hace menos de un siglo, dominaron Europa y propiciaro­n guerras fratricida­s. Los postulados de tales fuerzas no siempre coinciden exactament­e con los del nazismo, el fascismo o el franquismo. Pero comparten con ellos pautas de conducta que no son de recibo para los demócratas. En este marco hay que situar, por ejemplo, las declaracio­nes de Adriana Lastra, vicesecret­aria general del PSOE, que ayer afirmó que su partido prevé incluir como delito en el Código Penal la apología y la exaltación del franquismo.

La sombra del pasado es alargada. Ante el auge del populismo y el reverdecer de una ultraderec­ha xenófoba, España y Europa deben establecer unos límites. Uno de ellos es, obviamente, minimizar los contactos con tales formacione­s. Otro, y quizás más importante, es desarrolla­r unas políticas integrador­as acertadas, que revelen la inanidad de quienes pretenden excluir a parte de la ciudadanía en razón de sus orígenes.

La renuncia de la sucesora de Merkel ilustra el debate sobre el cordón sanitario

a la extrema derecha

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