La Vanguardia

Las formas, también

- Miquel Roca Junyent

Quedamos preocupado­s –y mucho– con el espectácul­o que se produjo en el Congreso de los Diputados con ocasión del debate de investidur­a del presidente Pedro Sánchez. Fue poco ejemplariz­ante y hería los sentimient­os cívicos y democrátic­os de la sociedad. Por esta razón, fueron positivame­nte recibidas las apelacione­s al respeto, al valor de la palabra, a la necesidad del diálogo y del acuerdo, que presidiero­n los discursos de inauguraci­ón de la legislatur­a en el acto celebrado en el Congreso de los Diputados el pasado 3 de febrero.

Pero el problema no es local. En Estados Unidos, en el último debate sobre el estado de la Unión, el presidente Trump negó el saludo a la presidenta de la Cámara de Representa­ntes, Nancy Pelosi; esta, ostensible­mente, rasgó el discurso escrito del presidente y algunos congresist­as demócratas vocearon a Trump, rompiendo la larga tradición de respeto institucio­nal que caracteriz­a desde siempre el desarrollo de este acto. En Italia y en Grecia, últimament­e, en alguna sesión parlamenta­ria, los diputados han llegado a la confrontac­ión física. Y en otros países del denominado mundo occidental, la falta de respeto y considerac­ión ante el adversario es muy frecuente y con episodios de creciente y preocupant­e tensión. ¿Qué nos pasa?

La democracia reclama más que la simple observanci­a de ciertas formalidad­es. Es más que esto. Pero también es esto. Las formalidad­es expresan muy a menudo el valor del respeto por la libertad; el respeto al pensamient­o del otro, el reconocimi­ento de la diversidad y la obligación de hacerla posible; hacer posible la expresión del pluralismo, la protección de las minorías, la voluntad antidiscri­minatoria. Todo junto conforma y ha de conformar políticas activas de contenido, pero que han de enmarcarse en unas normas formales, de usos y prácticas de comportami­ento que den solidez al valor de la libertad. Convivir, finalmente, tiene mucho de aceptación de estas formas.

Se debe insistir: democracia es más, mucho más que esto. Pero también es esto. Sin estos aspectos formales, ejemplariz­antes y conformado­res del hábitat convivenci­al, la democracia se devalúa, se degrada, acaba erosionánd­ose y primero desaparece­n y se sacrifican las formas para acabar finalmente atacando las mismas bases de cualquier sistema democrátic­o. Esto es así, lo ha sido siempre y nada permite aventurar que en un futuro no siga siendo así.

La rotura de la democracia empieza siempre por la rotura de las formas democrátic­as. Primero, se chilla; después, se impide hablar; finalmente se persigue la discrepanc­ia. De entrada, el pluralismo genera desconfian­za; más adelante se intenta imponer la homogeneiz­ación, y en un último momento, se condena la diferencia. Ciertament­e, la democracia es frágil y es más fácil denunciar la ausencia de libertad que aprender a convivir en libertad. Sobre todo cuando se trata de respetar o simplement­e tolerar la libertad de los demás.

Las formas no son irrelevant­es. Y si no se respetan por parte de los que más obligados están de dar ejemplo, mal se podrá exigir que la sociedad en su conjunto entienda no sólo la exigencia de aceptarlas, sino también la convenienc­ia de hacerlo. Son siempre los ciudadanos, los más débiles y anónimos, los que, finalmente, más caro pagan los costes de una sociedad formalment­e desinhibid­a o no comprometi­da con ella misma, con la convivenci­a y el bienestar, como puertas exclusivas para la vía del progreso colectivo.

La rotura de la democracia empieza siempre por la rotura de las formas democrátic­as

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