La Vanguardia

Casi 1.000 de 1.174

- Carlos Zanón

Ahora que sabemos que no éramos el sueño de Kirk Douglas, hablemos de cine. No de los Oscars. No de Parásitos ni de Brad Pitt. Hablemos de un cine. Del que está subiendo calle Aribau, a mano izquierda, en el número 5. 1.174 butacas. Esta semana siguen proyectand­o 1917, que no ha tenido suerte con los Oscars. Sin embargo, el fin de semana no proyectó la película. En la pantalla hubo gente hablando de libros, de historias y de autores. También tipos como Salva Soler y Dani Orviz, slamers de versos pesados que lanzaron poemas como ganchos de izquierda, alucinados unos y otros por tener, por momentos, casi 1.000 de esas 1.174 butacas ocupadas con gente atenta a las palabras. Escuchar películas, algo un poco loco. Fue el final del certamen literario Bcnegra. Hasta se recordó a Boris Vian que, por cierto, en impecable mise en scène, se le paró el corazón en un cine mientras se proyectaba la adaptación de una de sus propias novelas. Entró de incógnito al cine y salió eterno. Algo más habitual de lo que parece. No fue en el cinema Aribau sino en el parisino Le Petit Marbeuf. Por la mañana Boris Vian había ido a nadar y luego le sucedió todo. Parecido a lo de Franz Kafka, que por la mañana Alemania declaró una guerra mundial y por la tarde él se fue a nadar. La natación tan deporte de riesgo como lo es sumergirse en New York Movie de Hopper, con esa acomodador­a, que no presta atención a la

En el cine Aribau, libros, voces, intentos de entender, reírse y pensar al respecto del misterio de estar vivo

película que proyectan en su cine, abstraída en su pequeña tragedia: lleva tacones, igual le dijeron que la pasarían a buscar y por su actitud, alguien se fue a nadar y decidió declararle la guerra a Alemania.

El periodista Ramón Vendrell, que compartió escenario de Bcnegra con Dolores Reyes, Bonnie Jo Campbell y Mónica Ojeda, escribió un tuit sobre el cinema Aribau y llamaba la atención al respecto de la protección patrimonia­l para los pocos lugares que aún nos emocionan, como ese viejo palacio del cine, el último de los dinosaurio­s de la ciudad que aún se mantiene en pie con sus butacas rojas, su aroma a fantasmas y sueños de celuloide, con el interioris­mo de Antoni Bonamusa y estructura arquitectó­nica de Pere Ricard Biot. Inaugurado en 1962 con West side story que estuvo en cartel 95 semanas. Recuerdo haber visto allí Grease, Blues brothers con Belusi a punto de matarse de tanto nadar o El silencio de los corderos. Bajando por los pasillos del cinema Aribau, sus techos altos, esa niebla invisible de secretos y sueños compartido­s con desconocid­os en la oscuridad, reconozco la expresión justa de Vendrell: lugares que nos emocionan. Este pasado fin de semana ocupados el Aribau por gente dispuesta a escuchar, encontrar y compartir. Libros, voces, intentos de entender, reírse y pensar al respecto del misterio de estar vivo. Seguro que entre ellas, tras las cortinas rojas, estaba la acomodador­a de Hopper y en una de las 1.000 de las 1.174 butacas el cadáver de Boris Vian. Un palacio como el Aribau son las dimensione­s de nuestras ganas de soñar. Cierren piscinas y abran jaulas.

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