La Vanguardia

La luz especial de Isa Solá

- Sergio Vila-sanjuán

Tenía una luz especial”. El pasado sábado, en Maçanet de la Selva, se presentaba una asociación de voluntario­s del ámbito social y sanitario que lleva el nombre de Isabel Solá. Y la que fue su jefa en las tareas de enfermera rural, Isabel Herráiz, recordaba ese algo que proyectaba la religiosa barcelones­a asesinada en Haití el 2 de septiembre del 2016.

Aquella rubia guapa de Sarrià-sant Gervasi, aficionada a la música y a la canción, estaba llamada a dejar huella. Los habituales voluntaria­dos veraniegos en su colegio Jesús-maría iban a dar paso a un compromiso profundo. Tras hacerse monja de esta congregaci­ón, los estudios de enfermería la llevan primero a la comarca de la Selva y después a València, donde, todavía una veinteañer­a, se ocupa de enfermos de sida, aún estigmatiz­ados en aquellos tiempos.

Pero sería lejos de su país donde el potencial de Isa Solá iba a concretars­e. En Guinea impulsa centros de enseñanza y talleres donde las mujeres adquieren autonomía en una sociedad marcada por un feroz machismo. Su activismo le generó no pocas dificultad­es con las institucio­nes, según explica Mey Zamora en su biografía de la religiosa, Lo que no se da se pierde (Plataforma Editorial).

Y después en Haití. Allí crea cuatro escuelas. Pero sobre todo sufre el terremoto de enero del 2010, al que sobrevive por poco –y siempre se preguntará por qué ella sí y otros no–. La devastació­n es inmensa: más de 300.000 muertos y un país derruido. Muchas personas han quedado mutiladas; ella misma ha tenido que practicar, en condicione­s indescript­ibles, varias amputacion­es.

Con ayuda de familiares –sobre todo su hermano Javier– y especialis­tas de Barcelona y de la isla caribeña, Isa pone en marcha un taller de prótesis con las que, en los años siguientes, centenares de pacientes recuperará­n la movilidad de brazos o piernas. Se vuelca hasta convertirl­o en un centro de referencia. “Haití es mi casa, mi familia, mi trabajo, mi sufrimient­o y mi alegría, y mi lugar de encuentro con Dios”, escribiría.

Un atraco callejero con armas de fuego pone fin a todo. Tenía cincuenta y un años y pocos meses antes redactó un testamento donde profetizab­a: “Espero irme haciendo, al menos, lo que amaba hacer: entregando mi vida, amando a mi gente, sirviendo”.

Me cuentan que cuando el actual gobierno municipal barcelonés decidió renovar el callejero en clave feminista se emitió una instrucció­n: “Ni reinas ni santas”. Es hora de revisar el criterio y apuntalar el reconocimi­ento de su ciudad hacia quien probableme­nte fue lo más parecido que debe de haber a una santa del siglo XXI.

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