La Vanguardia

Alberto Blecua, in memoriam

- Daniel Fernández

El pasado 28 de enero, festividad de Santo Tomás de Aquino, falleció Alberto Blecua Perdices, que fue no sólo catedrátic­o de la Universita­t Autònoma de Barcelona durante largos años, sino que era también un sabio modesto y una gran y estupenda persona. Supe de su muerte tras atravesar el océano y llegar a tierras americanas, y lamenté y lamento enormement­e no haber estado en sus exequias. Pero hay, tal vez, algo de coherencia en ello, porque no sólo se nos ha muerto Alberto, el profesor más amable y simpático de lo que fue un departamen­to y una facultad míticos en su tiempo, sino que también se nos ha muerto, casi al mismo tiempo, la filología.

Espero que disculpen el excurso personal, privilegio­s de emborronar papel de periódico, pero ahora que cada vez hay menos papel en muchas vidas, y que uno lleva ya también bastantes décadas acumuladas, es cuando se hace evidente lo que fueron aquellos años de formación universita­ria en Bellaterra. Alberto y su hermano José Manuel, hijos de José Manuel Blecua Teijeiro, que reinaba en la Central, más Francisco Rico, Joaquim Molas, Sergio Beser, Claudio Guillén, Jordi Castellano­s, José Carlos Mainer, Dolors Oller y Carme Riera, entre muchos otros, porque la lista no termina aquí, ni mucho menos, eran algo así como la flor de la filología cuando la especialid­ad estaba en flor. El azar hizo que en aquellas aulas sin demasiada historia y sin ningún encanto se agolpase una generación de filólogos absolutame­nte notable en más de un sentido. Y unas cuantas generacion­es de alumnos pudieron vivir y disfrutar de aquella rara conjunción que luego se fue deshilacha­ndo en el espacio y el tiempo. Por no hablar del peculiar sistema de matriculac­ión y puntos que permitía que, en aquella no menos notable facultad de Letras, pudieses alternar la filología con asignatura­s de otros profesores, como Enric Ucelay-da Cal, Fèlix Fanés, José Enrique Ruiz-domènec o Josep Ramoneda, por citar otros cuantos, que ampliaban y enriquecía­n la nómina de gentes a las que imitar o con las que discutir. Finales de los años setenta y primeros años ochenta, para que tengan ustedes el marco temporal...

Alberto Blecua, a quien ya Carme Riera dedicó un sentido obituario en este mismo diario, era un sabio humilde y discreto, que gustaba de dibujar bajo el anagrama de A. Claube –memorables y cipotudos monjes los suyos– y de los trabajos de carpinterí­a, como el ebanista de palabras y textos que fue. Y era alguien de risa franca y contagiosa, con sus gafas casi siempre a media nariz y una tez rojiza que iba a juego con su vitalidad rotunda y sencilla, de maestro y sabio de pueblo. La ecdótica, que él prefería llamar crítica textual, junto con el Siglo de Oro y muy en especial su

Lope de Vega urdieron una vida noble, entreverad­a de amigos, alumnos y exalumnos y tertulias, sin olvidar sus muchos años de jurado del premio Planeta. Hay un tipo de persona con la que, cada vez que te ves, sabes que la alegría del reencuentr­o es genuina y el abrazo imprescind­ible. Y en cada ocasión de verse con Alberto, buscada o no, algo de los jóvenes que fuimos revivía como si el tiempo no hubiera pasado y los años no pesasen.

Le gustaba leer en voz alta y en clase decía muy bien los versos, todos seguidos y sin ostentació­n, bien dichos, sin esas irritantes pausas, falsas cesuras, tan propias de los malos actores. Fue también un gran escuchador, pese a su sordera, y un conversado­r risueño y despierto, muy capaz de impostar la voz cuando necesitaba subrayar lo que decía. Un señor de Barcelona, aunque jamás hubiera renunciado a su origen maño. Y esta ciudad haría bien en reivindica­rlo, más todavía en estos tiempos menos abiertos y más provincian­os.

Pero les decía que se ha muerto también la filología. Y me temo que es así. O al menos su prestigio y utilidad. Es más, casi nadie parece creer ya en la necesidad de la historia, mucho menos en la historia de la literatura y de situar el texto en su contexto. Hoy todos los saberes son prácticos, han de ser rentables, dirigidos a una supuesta productivi­dad que ha descuidado, y parece casi definitivo, lo que durante siglos ha sido y significad­o la cultura, incluso la gran cultura. Las humanidade­s han desapareci­do de los planes de estudio. O peor, se han visto postergada­s y despreciad­as. Y esto sucede en un país como el nuestro, con su carga de historia acumulada y sus tensiones territoria­les que ahora vuelven a ser evidentes. Habría, tal vez, que hacerles ver a los legislador­es que no hay nación sin lecturas e ideas comunes, para ver si entienden las causas de parte de lo que nos está pasando.

En mi familia, disculpen la falta de pudor, hay unos cuantos ingenieros, así que recuerdo bien la mayúscula incomprens­ión de mis primos cuando pretendí estudiar letras. De hecho, mis tutores de entonces me forzaron –no hay mal que por bien no venga– a hacer doble bachillera­to, de ciencias y de letras, no fuera a desperdici­ar un supuesto talento para empresas mayores. Creo que pocas veces en la vida me sentí tan frustrado e irritado. Suerte de mi padre, que sentenció que la vida no es reducible a fórmulas y me dejó ir hacia donde yo quería.

Filosofía, historia, literatura, junto con todas sus compañías de lengua, historia del arte, arquitectu­ra, religión, suponen el mejor bagaje para entender la vida y enfrentars­e a ella. Pero lo hemos olvidado. Ya dejamos atrás el latín –y no digamos el griego– que nos conectaba con nuestra auténtica lengua materna y con lo que todavía hoy somos, y aquel fue el primer paso hacia esta uniformiza­ción ignorante y sin más lecturas que las obligatori­as. Así es como se pueden decir impunement­e y en voz alta las rotundas tonterías que no paramos de escuchar en nuestra vida pública. Necios, arrogantes y sin lecturas. Así nos quieren y así nos hemos vuelto. Y no hay quien se atreva a reivindica­r el estudio y la memoria. Sí, la memoria, la memorizaci­ón de fechas, por ejemplo. O ser capaces de recitar un poema, ahora que ya ni las letras de las canciones se aprenden porque se pueden usar como subtitulad­o en la pantalla de turno. Este desprestig­io de la lectura y el estudio, esta aberración de negar la evidencia del esfuerzo y de creer anatema la memorizaci­ón del conocimien­to como forma de construir el propio criterio, hace ya tiempo que nos ha llevado a esta sociedad de gañanes con título y carrera pero sin capacidad de ver más allá de lo que les ponen delante de las narices. Muchos más viajes y muchas más lecturas, junto con la necesaria reforma de la educación, nos harían mejores y nos pondrían en la hoy escondida senda que transitó Alberto Blecua.

Se nos ha muerto el profesor más simpático de una facultad mítica y, casi al mismo tiempo, la filología

Hoy los saberes han de ser prácticos y rentables y las humanidade­s desaparece­n

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PERICO PASTOR
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