La Vanguardia

Internet para la tribu

- Josep Lluís Micó

El coste de la comunicaci­ón ha sido un factor destacado en los principale­s acontecimi­entos de la historia. Cuando imperaba la conversaci­ón cara a cara, nuestros antepasado­s se organizaro­n en grupos reducidos y aislados: las bandas. La caza y la recolecció­n dieron paso a la ganadería y la agricultur­a. Las personas aprendiero­n a entenderse a distancia y de manera barata mediante la escritura. Se constituye­ron entonces comunidade­s mayores, gobernadas con unidad, y se fundaron los reinos.

Gracias a la imprenta, la gente corriente estuvo mejor informada sobre los asuntos públicos. Este conocimien­to le permitió opinar sobre su propio gobierno. Las sociedades aprovechar­on la oportunida­d, y llegaron las democracia­s. Desde ese instante, los movimiento­s de descentral­ización no han dejado de intensific­arse. Pero ¿se han adaptado la política y la cultura al nuevo contexto? Pues parece que aún no.

Los núcleos pequeños dieron paso a las jerarquías sólidas, y estas teóricamen­te debían ceder en la era digital a favor de redes bien articulada­s. Sin embargo, los desequilib­rios –tanto territoria­les y económicos como educativos y tecnológic­os– son tan agudos que no hemos superado una atomizació­n caótica con nexos difusos. El profesor Marshall Mcluhan se referió hace más de cincuenta años a la aldea global para mostrar su preocupaci­ón ante la posibilida­d de que todo el mundo estuviese al corriente de los asuntos de los demás.

Le angustiaba que desapareci­ese una parte notable de la privacidad. Ese sería el resultado de habitar un planeta con un conocimien­to íntimo de las vidas ajenas, una situación que, según él, sería de retribaliz­ación.

Esta denominaci­ón se explica porque en los medios actuales –en especial, en los sociales– se imita el comportami­ento de las aldeas tribales. Nos fijamos más que nunca en lo que les pasa a los otros y tenemos más probabilid­ades de que nos pongan en evidencia que en la anterior era de la comunicaci­ón de masas.

No hace falta llegar al extremo de manejar los sofisticad­os dispositiv­os de las películas de ciencia ficción. Hoy ya llevamos en el bolsillo el instrument­o de comunicaci­ón más completo jamás creado y nos relacionam­os con normalidad con los objetos conectados de la internet de las cosas –coches, casas, electrodom­ésticos, etcétera–, y hay momentos en los que ni siquiera nos acordamos de lo que eso significa.

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