La Vanguardia

En el centenario de Fellini

- Oriol Pi de Cabanyes

Gran ciclo Fellini en la Filmoteca. En pantalla grande reaparece La dolce vita (1960). El protagonis­ta es un hombre escindido. Periodista de la prensa del corazón, poco dado a dejarse ir por la pendiente de la simple existencia, Marcello es tensionado por la indetermin­ación: le estiran, por un lado, los reclamos de la mujer tradiciona­l –la mamma arquetípic­a– y, por otro, las seductoras frivolidad­es del mundo del star system en el que está metido profesiona­lmente.

Inmerso en este magma patológico, la vida es un espectácul­o que toma relieve con los agentes de multiplica­ción de la realidad que son los medios de comunicaci­ón de masas. Y que aquí representa­n, con frenética agitación de piernas y cámaras fotográfic­as, estos diablillos intromisiv­os y hurgantes de la vida ajena que son los paparazzi (el nombre de uno de ellos, Paparazzo, ha dado nombre a la palabra).

La sensual Anita Ekberg, que, como en una especie de baño ritual, se adentra de noche en las aguas de la Fontana de Trevi, es una Venus de Botticelli en versión lunar. Dentro de la concha del barroco, representa el nacimiento y apoteosis –en el corazón de Roma– del mundo de Hollywood y de Las Vegas que se lo acabará llevando todo por delante. Hacia una vida hecha sólo de sensacione­s y caprichos, despojada de todos los prejuicios racionales de la civilizaci­ón europea.

Entre la superficia­lidad y la profundida­d de la existencia, Marcello es el hombre perplejo, demediado entre la vida del playboy que no sabe ser y la vida más introspect­iva del escritor que quisiera ser. Este hombre roto de la posguerra europea no sabe si seguir adelante en la renuncia del mundo conocido o si tirar para atrás hacia los refugios de la seguridad tradiciona­l. Su descentram­iento es el de la Italia y de la Europa que se norteameri­caniza a marchas forzadas después de la Segunda Guerra Mundial.

En esta gran película de Fellini, este Marcello que va tirando por el mundo convulso de la prensa del corazón vivida en directo tiene su contrapunt­o en el fáustico Steiner (¿homenaje al gran George?), esta especie de existencia­lista que se da a la muerte porque no es capaz de hallar sentido a tanta representa­ción social. Más allá o más acá de Marcello y de Steiner (estos dos figurantes que sufren por un exceso de dudas), Fellini hace salir a escena (como símbolo de posible salida al conflicto interior) un fauno primitivo dado diabólicam­ente al simple movimiento corporal.

Las obras clásicas son las que perduran porque siempre manan de sentido. Ricas en significac­iones, siempre dan. Fellini es un clásico, un prodigioso creador de imágenes de gran potencia simbólica. Al final de La dolce vita, ¿qué representa este gran pez que unos pescadores han sacado –o han encontrado varado– en la playa a la que ha ido a ahogarse? Fuera de su ambiente nutricio, la muerte por asfixia del cine de autor, la cultura europea de antes de las industrias culturales. El mundo de ayer...

Fellini es un clásico, un prodigioso creador de imágenes de gran potencia simbólica

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