La Vanguardia

Transparen­cia

- Kepa Aulestia

Los sucesivos casos de corrupción política investigad­os, la crisis de representa­tividad diagnostic­ada tras el 15-M, la conmoción social generada por dos recesiones consecutiv­as hace ya diez años y la consiguien­te volatilida­d partidaria dieron lugar a que la vida pública y todos sus actores fuesen emplazados a la regeneraci­ón y a la transparen­cia. La ley de Transparen­cia, Acceso a la Informació­n Pública y Buen Gobierno fue aprobada a finales del 2013 con el apoyo de los grupos que en esos momentos estaban al frente de las institucio­nes, desde el PP hasta los nacionalis­tas del PNV y CIU, y rechazada por quienes se encontraba­n en la oposición –PSOE, Izquierda Plural, las formacione­s nacionalis­tas de izquierdas y también UPYD–. Basta repasar su articulado y los debates a que dio lugar para cerciorars­e de las nuevas inquietude­s y de las profundas discrepanc­ias que afloraron en su tramitació­n. Luego vendría el silencio, a cuenta de una prolija normativa y la navegación por infinidad de páginas web que harían realidad el principio de la publicidad activa. Como ocurrió con el improvisad­o lema de Nicolas Sarkozy en el 2008 de “refundar el capitalism­o”, la regeneraci­ón y la transparen­cia dejaron de importar, paradójica­mente, a medida que la fragmentac­ión sustituía al bipartidis­mo. El programa de la coalición progresist­a Psoe-unidas Podemos pasa de puntillas por el tema, sin duda por despreocup­ación.

Tres crisis actuales atestiguan que el principio de transparen­cia no está en el núcleo de la toma de decisiones institucio­nales o partidaria­s. Ha transcurri­do casi un mes desde la interrumpi­da visita de Delcy Rodríguez a España, sin que el Gobierno haya sido capaz de explicar lo que ocurrió durante su presencia en Barajas. Sencillame­nte porque a nadie se le ocurrió que aquella supuesta gestión del ministro Ábalos debía someterse a criterios de transparen­cia. Hoy está previsto que el lehendakar­i Urkullu comparezca ante la diputación permanente del Parlamento Vasco acompañado de tres de sus consejeros para informar de lo ocurrido en el vertedero de Zaldibar, donde continúan desapareci­dos dos trabajador­es a causa de un derrumbe acaecido el 6 de febrero. Todo en medio de una caótica e inexplicab­le gestión por parte del Ejecutivo vasco de coalición PNVPSE. La decisión adoptada por la GSMA de suspender el Mobile de este año se atiene a su carácter privado. Pero la innegable trascenden­cia pública del acontecimi­ento, sobre todo cuando su anulación guarda relación con un problema remoto de salud pública, está situando a las administra­ciones concernida­s en un limbo informativ­o que va del silencio más clamoroso a la denuncia de la tensión comercial Estados Unidos-china como causante último del revés.

La transparen­cia queda de lado porque la comunicaci­ón es entendida no como obligación inexcusabl­e de los gobernante­s hacia sus representa­dos, sino como herramient­a para mejorar su posición respecto a los gobernados. De ahí que ante esas tres crisis hayan primado los llamamient­os de las autoridade­s concernida­s –explícitos en los dos primeros casos e implícitos en el tercero– a no hacer caso al ruido circundant­e. La falta de transparen­cia tendría siempre solución. Bastaría con que todo proceso de decisión estuviera presidido por el principio del escrutinio público. El problema es que en demasiadas ocasiones asistimos a un uso deliberado de la opacidad; bien sea para ocultar lo que sabe el gobernante, o para disimular que no sabe nada. Ocurre con la proliferac­ión de comparecen­cias de prensa sin opción a preguntas y, en general, con la renuencia de las figuras y los organismos públicos a someter sus actos y propósitos a la intermedia­ción periodísti­ca. La opacidad gubernamen­tal encuentra además a su mejor cómplice en la oposición partidaria, cuando una posible pregunta crítica es sustituida por un ataque desaforado en una sesión de control parlamenta­rio, por ejemplo. El otro argumento de la opacidad está en las redes, cuando responsabl­es que se pronuncian a base de tuits reprueban a bulto la opinión de quienes les incomodan por esa misma vía.

La acción política está dominada por los resultados inmediatos, aunque sus mensajes parezcan tantas veces mesiánicos. En un momento en el que la informació­n se refiere al entorno de tal o cual deportista para dar cuenta de cualquier nimiedad con balón, todos los poderes –por exiguos y hasta risibles que parezcan– tratan de sublimarse en la opacidad. No hay muestra más elocuente a ese respecto que lo que viene ocurriendo con el archipiéla­go del independen­tismo desde que Artur Mas consagró la astucia como principio rector de la opacidad. Desde entonces se han visto islas aparecer y desaparece­r, hasta islotes abiertamen­te clandestin­os que ya no se sabe si siguen en alguna parte, conformand­o un mundo misterioso que palpita por enigmático. Pero ni Stevenson podría impedir que el recurso a la opacidad acabe desnortand­o a quien la practica, porque llega a ocultarse de sí mismo.

Todo proceso de decisión debería estar presidido por el principio del escrutinio público

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