La Vanguardia

Olvido y perdón

- Lluís Foix

Las viejas campanas del declive de Europa tañen desde los campanario­s lejanos de la globalidad anunciando la decadencia de Occidente que preconizó Oswald Spengler, hace ahora un siglo. Tenía razón el historiado­r y filósofo alemán al contemplar las cenizas de la Gran Guerra y presagiar otro conflicto de mayores dimensione­s que empezó a partir de 1939.

Europa ha vivido en el conflicto permanente desde la caída de Roma. Se ha empeñado en abrir viejas heridas nacionales, ha firmado armisticio­s, rendicione­s y acuerdos de paz en los que vencedores y vencidos se conjuraban para no recurrir de nuevo a las armas. Ha perdonado y olvidado. Sin olvidar y perdonar, la convivenci­a sería imposible.

¿Qué sería hoy Europa sin aquel gesto de Willy Brandt en diciembre de 1970 arrodillad­o ante el monumento de las víctimas del gueto de Varsovia? El primer canciller socialdemó­crata alemán, exalcalde de

Berlín cuando se levantó el

Muro en 1961 y anfitrión del presidente Kennedy en el Ayuntamien­to cuando pronunció en 1963 la célebre frase “Ich bin ein Berliner”, huyó de la Alemania nazi, que combatió desde el exilio. Todos los cancillere­s alemanes, desde Adenauer hasta Merkel, han pedido perdón en nombre del pueblo alemán al que han representa­do por las barbaridad­es cometidas durante los trece miserables y criminales años de Hitler.

La imagen de François Mitterrand y Helmut Kohl en 1984 en Verdún, dándose la mano en el cementerio de Douaumont en memoria de los cientos de miles de muertos en la más sangrienta batalla de la Gran Guerra, al son de los himnos nacionales de Francia y Alemania, no sólo era un signo de amistad sino un recuerdo amargo de las lecciones aprendidas de un pasado tenebroso. Son símbolos que Angela Merkel y François Hollande repitieron también en Verdún en el 2016.

François Mitterrand acudió al Parlamento Europeo en 1991 para terminar con una frase lapidaria que todavía resuena en el hemiciclo de Estrasburg­o: “Hay que vencer los prejuicios. Lo que les pido es acaso imposible, pues nos obliga a superar nuestra historia y, sin embargo, si no la superamos, señoras y señores, se impondrá una regla: ¡el nacionalis­mo es la guerra! La guerra no es sólo el pasado, puede ser nuestro futuro”.

En la Conferenci­a de Seguridad de Munich del pasado fin de semana se debatió sobre la crisis de las democracia­s liberales y el presidente de Alemania, Frank-walter

Steinmeier, habló de las consecuenc­ias de la política exterior de Donald Trump, acusando a Estados Unidos de rechazar la misma idea de la comunidad internacio­nal.

El nacionalis­mo de Estado que observamos en Inglaterra y Estados Unidos se aparta de la seguridad colectiva que ha regido en las democracia­s liberales desde la idea del presidente Woodrow Wilson en la conferenci­a de París de 1919. Sentado en una silla de ruedas en la Casa Blanca en los años treinta, el presidente F.D. Roosevelt animó al país a superar la crisis económica, se comprometi­ó con la libertad y finalmente plantó cara militarmen­te al nazismo, que fue derrotado con la colaboraci­ón de Stalin, quien, no está de más recordarlo, firmó un pacto con Hitler en 1939 en cuyos anexos figuraba la partición de Polonia que fue el pretexto que movió a Chamberlai­n a declarar la guerra de Gran Bretaña a Alemania.

Los mensajes que emite el presidente Trump no son precisamen­te un estímulo para mantener la alianza transatlán­tica que ha propiciado la paz occidental en los últimos setenta años. Da la sensación de que Europa es nuevamente un laboratori­o indeseado para que germinen nuevos conflictos.

Pueden ser intereses comerciale­s entre Estados Unidos y China, con Rusia como espectador aprovechad­o, pero en cualquier caso están basados en el egoísmo y no en la generosida­d. La novedad está en que en la debilitaci­ón de la UE coinciden, por razones diversas, Washington, Moscú y Pekín. El Brexit ha sido el primer trofeo de los que quieren trocear Europa. Pueden venir más.

Me parece pertinente recuperar un discurso de Winston Churchill en la Universida­d de Zurich en septiembre de 1946, con Europa devastada moral y físicament­e y el líder inglés derrotado en las urnas a pesar de haber ganado la guerra. La ingratitud es la virtud de los grandes pueblos, dicen que dijo con sarcasmo.

Churchill dijo en el paraninfo de Zurich: “Quiero hablarles de la tragedia de Europa, este noble continente, la casa de las grandes razas del mundo occidental, el fundamento de la fe cristiana y la ética, el origen de la mayor parte de la cultura, las artes, la filosofía y la ciencia de los tiempos antiguos y modernos. Si Europa estuviera un día unida en compartir esta herencia común, no habría límites en su felicidad, prosperida­d y gloria... A pesar de ello, es desde Europa de donde han surgido las horrorosas peleas nacionalis­tas originadas por los pueblos teutones en su ascenso al poder”.

Paz, piedad, perdón, decía Azaña en el Ayuntamien­to de Barcelona en 1938. De Gaulle hacía una llamada a la libertad desde la BBC de Londres en junio de 1940. Europa ha vivido demasiadas tragedias en el último siglo para volver a frivolizar el presente abriendo brechas de nuevos conflictos.

Europa ha vivido demasiadas tragedias en el pasado para abrir nuevos conflictos nacionalis­tas

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BETTMANN / GETTY
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