La Vanguardia

Y así veo hoy a D10s

- Sergio Heredia

Hace un par de semanas, mientras impartía una clase de Periodismo, fui yo quien se llevó una buena lección. Pregunté a los alumnos, apenas veinteañer­os:

–¿Sabéis quién era Indurain? Un silencio largo, cortante. Apenas dos alumnos levantaron la mano, no demasiado convencido­s. Dos entre una treintena.

No es la primera vez que me veo así. A otros alumnos les he preguntado por Carl Lewis, con idéntico resultado. Cuando eso ocurre, les digo: –¿Sabéis quién es Usain Bolt? Ahí sí que levantan la mano. –¡Pues Carl Lewis era el Usain Bolt de mi época!

Algún día les diré:

–Dentro de veinte años, alguno de vosotros estará dando una clase y preguntará a los alumnos: ¿Sabéis quien era Rafael Nadal?. ¡Y no os gustará la respuesta!

(...)

Ahora que caigo, tengo que preguntarl­es qué opinan de Maradona. Llevo días haciendo eso, introduzco a Maradona en las conversaci­ones de sobremesa. Hace tiempo que Maradona dejó de jugar al fútbol. Y sin embargo, su figura no desaparece, no se va, permanece en la memoria y resurge de forma recurrente, casi siempre para mal.

Un día, Maradona increpa a los críos que han ido a pedirle un autógrafo. Les dice:

–¡Si me llaman más Diego, me voy! ¡Yo les pido que me respeten! (sic)

Otro día le preguntan algo a pie de campo y contesta: –Eeeeeeeeee­eeeeeeeeee­eeeeeee. Y no dice nada.

No le sale nada.

Otras veces insulta a los rivales desde el palco vip. O baila de forma ridícula,

Me pregunto qué opinan los jóvenes sobre Maradona: ¿Es un narcisista venido a menos? ¿Saben quién es?

mientras bebe, al borde de una piscina. Así es como le vemos hoy.

En mis exploracio­nes de sobremesa, recojo respuestas unánimes. Mis interlocut­ores rechazan a Maradona. Muchos le consideran un demagogo, un narcisista venido a menos. También, un ser perdido e irrecupera­ble.

Me permito cuestionar sus opiniones. Sospecho que tiene que haber un rasgo en la intimidad, algo en los vestuarios que Maradona dirige, algo que periodista­s y público desconocem­os y que sólo podemos entrever en documental­es como Maradona en Sinaloa.

Sus futbolista­s se tatúan el apellido de Maradona.

O el rostro.

Se juramentan y se dejan la vida por el hombre, personalid­ad capaz de generar la corriente divina, la iglesia maradonian­a, que se extiende de Rosario a Nápoles, vomitando retratos de D10s sobre decenas de fachadas y muros, los retratos que distinguir­á la plantilla del Barça, en unos días, mientras se desplaza al estadio San Paolo.

Es absurdo. Pero es fe.

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