Juan Pablo Villalobos Escritor
El escritor se cuestiona por la identidad en su nueva novela
El autor mexicano, afincado en Barcelona, publica la novela La invasión
del pueblo del espíritu, que sucede en un lugar parecido a la capital catalana donde afloran tensiones entre diferentes comunidades, incluida la extraterrestre.
Una lógica conspiranoica diría que Juan Pablo Villalobos (Lagos de Moreno, 1973), vecino del barrio de Gràcia, ha soltado el coronavirus para poner de actualidad su nueva novela, La invasión del pueblo del espíritu (Anagrama), en la que hay bacterias, ataques a bazares chinos, comercios que tienen que cerrar a causa del alquiler y hasta el mejor futbolista de la Tierra padeciendo unos extraños vómitos que tienen en vilo a la afición. La trama central da inicio con Max, que vegeta deprimido en el espacio que una vez fue su restaurante. Su amigo Gastón se conjurará para salvarlo mientras cuida además de su perro, que tiene una enfermedad terminal. Pol, el hijo de Max, trabaja como científico en la Tundra y se ve inmerso en una conspiración con derivaciones extraplanetarias. Algunos bazares chinos sufren ataques...
“La idea es no nombrar el lugar donde todo sucede, desidentificar a los personajes, su origen, los rasgos de su biografía, las manifestaciones culturales que a través de clichés asociamos con ciertas culturas o países. En vez de calçots se dice ‘cebollas alargadas’, por ejemplo”, cuenta el autor, quien usa términos como “aborígenes”, “lejanoorientales”, “conosureños”... “Es una apuesta radical que trata de producir un extrañamiento del lector. La novela refleja una crisis personal, en parte lingüística: cuando vives mucho tiempo fuera de tu país resuelves tus problemas de identidad diciendo que eres mestizo, que integras diferentes identidades, pero esta novela plantea otra respuesta posible: uno puede no ser nada, renunciar a todas las identidades. Podemos sobrevivir sin tener una identidad”.
Max y su hijo Pol sufren “una crisis de coyuntura, de la que no son responsables. El modelo económico y social les ha condenado a un callejón sin salida. Pero reaccionan de manera diferente, Max con una depresión, un bloqueo y sensación de impotencia; y su hijo, Pol, con una crisis de paranoia y ansiedad. Ambos, y el padre de Max, huido de su país por corrupción, acabarán encerrados en un lugar vacío. Esa era la imagen que yo tenía al principio de todo: tres personajes encerrados en un espacio del que no pueden salir porque están escondidos, no soportan la realidad”. Gastón trata de ayudarlos “pero no sabe cómo hacerlo. El libro es una fábula acerca de la incomunicación en la amistad entre hombres, que se construye con códigos herméticos y superficiales”.
El autor ha transformado su humor, que “en libros anteriores era más jerárquico, donde uno siempre se está burlando del otro. Me preguntaba si existía otra manera de hacer humor. Si el humor podía integrar la ternura, la empatía, la intención de comprender al otro”.
Con un narrador que no llega a omnisciente –sólo puede entrar la mente de uno de los personajes– la obra cuestiona “esos discursos nostálgicos que alimentan al fascismo, esa idea de que hay una serie de valores originales, primigenios, puros, esenciales, que son los que determinan lo que es una nación, un pueblo. Son discursos excluyentes, fruto de violencia para todos aquellos que quedan fuera de esas identidades. Todo discurso nostálgico alienta el totalitarismo, eso de que ‘antes sí había valores’...”.
Para Villalobos, el racismo en Barcelona “es mucho más civilizado, entre comillas, de lo que sucede en otros lugares como Estados Unidos o México. El catalán es un racismo muy bienpensante, muy cuidadoso, que no se advierte a sí mismo, que está hecho de pequeños gestos y pequeñas violencias y que luego tiene también sus manifestaciones brutales de vez en cuando, pero eso no es la regla común”.
“La nostalgia alimenta el fascismo, eso de que hay una esencia que determina lo que es una nación”